Tapando el sol con un dedo
JUAN CARLOS EICHHOLZ Socio fundador de Adapsys y profesor UAI
Todos conocemos la historia del Titanic, el famoso transatlántico que en su viaje inaugural colisionó con un témpano en el Atlántico Norte la noche del 14 de abril de 1912. Lo que pocos saben es que la tragedia se habría evitado si en el puente de mando hubiesen tomado en serio los mensajes enviados desde otros barcos esa misma noche, advirtiendo del peligro.
El témpano que hoy tenemos al frente se llama Inteligencia Artificial. Sin embargo, el problema no está ni en el témpano ni en la IA, sino en quienes estaban en ese momento en el puente de mando del Titanic y muchos de quienes están hoy en los diferentes puentes de mando del mundo. Unos y otros se parecen en lo mismo: negar la evidencia que tienen frente a sus narices y continuar navegando como si nada pasara.
“Los potenciales beneficios de la IA son tan grandes como sus riesgos. Y dentro de estos hay uno especialmente complejo, del que todos somos cómplices: el desempleo”.
Los potenciales beneficios de la IA son tan grandes como sus riesgos. Y dentro de estos hay uno especialmente complejo, del que todos somos cómplices: el desempleo. Es tal la dimensión de lo que se nos viene, que preferimos hacer como que no existiera. ¿Y qué cuento nos contamos para quedarnos tranquilos? Que igual como ocurrió con la revolución industrial, serán más puestos de trabajo los que se creen que aquellos que se eliminen. Así lo afirman casi todos los estudios acerca del futuro del trabajo, entre ellos los de la OCDE, el Foro Económico Mundial y grandes consultoras.
Mientras, la evidencia se va acumulando. Las empresas tecnológicas norteamericanas han despedido a más de 100.000 trabajadores este año, pese a lo cual sus ingresos han aumentado. Los call centers están siendo completamente reconvertidos, reemplazando a personas por bots con IA. La contratación de egresados de educación superior se está haciendo más lenta y difícil en muchos países e industrias. Los taxis autónomos ya son una realidad y van ganándole terreno a los “uberistas” en muchas latitudes. Suma y sigue.
Pero más allá de estos datos, es necesario entender en qué es distinta la revolución de la IA de la industrial, y así no caer en la tentación del voluntarismo, de que todo se va a reordenar por sí solo. Tres factores deberían bastar para darnos cuenta de la profunda diferencia: velocidad, escala y concentración. El desarrollo y adopción de la IA está ocurriendo a un ritmo sin precedentes, lo que dificulta la reconversión. El impacto ocurre de inmediato a nivel global y en casi todas las industrias, lo que no permite refugiarse. Y los recursos, el talento y el poder se van concentrando en unas cuantas empresas tecnológicas, lo que limita la capacidad reguladora.
Con todo, puede que el desempleo no llegue a ser el principal problema, no porque no se produzca, sino porque la mayor tensión social provendrá de la desigualdad. Este desafío que nos pone la IA es una carrera bien especial, de velocidad y de fondo al mismo tiempo, y atrás se irán quedando las personas –técnicos y profesionales– con trabajos rutinarios, las empresas que no inviertan lo suficiente en tecnología y en capacitación, y los países con alta informalidad y poca capacidad de reconversión de su fuerza laboral.
Pero sobre todo se quedarán atrás los países, las empresas y las personas que opten por tapar el sol –o el iceberg– con un dedo. Y las señales que hasta hoy vemos en Chile nos muestran que eso es lo que estamos haciendo.