Editorial

Una cuenta presidencial más cercana al optimismo que al realismo

El foco estatista, unido a una lectura optimista del escenario económico con poca base en la realidad objetiva, convierten al discurso presidencial en un ejercicio retórico, más que en un plan susceptible de entregar los frutos que promete en el futuro previsible.

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Habiendo asumido el Gobierno hace menos de tres meses, la primera cuenta pública al país del Presidente Boric tuvo, inevitablemente, un sentido de ratificación de una hoja de ruta antes que un estado de cuenta sobre su gestión. Aun así, mucho de lo planteado por el mandatario confirma una poco alentadora, y casi absoluta, confianza en que el Estado es capaz de abordar con éxito prácticamente todos los desafíos que enfrenta Chile en la actualidad, a la vez que una escasa conciencia de hasta qué punto esos desafíos han cambiado en grado importante en los últimos meses, por factores internos y externos.

Junto con eso, la gran cantidad y variedad de compromisos que estableció para su administración -este año y durante todo su mandato- arriesga tanto alentar en exceso las expectativas de sus partidarios, como alimentar las suspicacias de sus detractores.

Cabe rescatar que, en términos generales y pese al innegable clima de polarización política reinante, el discurso del Presidente se esforzó por adoptar un tono de unidad nacional y de convocatoria a enfrentar en común los retos del país, algo que reforzó con el uso reiterado de palabras como “compatriotas” y “chilenos”, y con numerosas referencias a la historia republicana compartida. Esa fue una opción bienvenida, pero pudo haber sido otra muy distinta, justamente porque su liderazgo suscita emociones radicalmente contrapuestas en la opinión pública, según constatan distintas encuestas.

Así, por ejemplo, el Presidente evitó un acento de crítica beligerante ante la empresa privada, habiendo espacio político para ello a raíz del informe de la Fiscalía Nacional Económica que reveló una posible alza de precio injustificada de parte de la compañía Metrogas vía integración vertical, algo que ya fue condenado por la Sofofa. El mandatario sólo anunció, sin mencionar a la firma, que haría parte al Sernac de la demanda que han presentado la Corporación Nacional de Consumidores y Usuarios de Chile ante la justicia. También evitó referirse a la polémica idea de regular la paridad de género en los directorios de las empresas, muy resistida por los privados, pero con importantes apoyos al interior de su coalición. Asimismo, ratificó la seguridad de los ahorros previsionales de los cotizantes de AFP, y validó la legitimidad de las dos opciones posibles en el próximo plebiscito constitucional, ambas señales muy positivas.

Esa relativa moderación fue compensada con una serie de anuncios claramente dirigidos a suscitar apoyos transversales, desde cuantiosas inversiones en infraestructura y conectividad, a medidas como el congelamiento de las tarifas del transporte público o la inyección de recursos al Mecanismo de Estabilización de Precios del Combustible. También hubo anuncios más claramente dirigidos a su electorado y su coalición, por ejemplo, alineándose por completo con el enfoque indigenista adoptado por la Convención Constitucional -al punto de que se creará un nuevo Ministerio de Pueblos Indígenas-, o las promesas de eliminar el Crédito con Aval del Estado para los universitarios y saldar la llamada “deuda histórica” con los profesores, que suponen un gasto de miles de millones de dólares para el erario.

Justamente anuncios como esos -que se suman a mecanismos para acompañar a los pacientes de la salud mental, fomentar la seguridad en los barrios, construir una red ferroviaria, reinsertar jóvenes en riesgo o aumentar la productividad, entre muchos otros- hablan no sólo de una férrea confianza en la capacidad del Estado para enfrentar todo tipo de problemas, sino en que éste cuenta con los recursos para ello. Ni esa capacidad ni los recursos fueron abordados en detalle por el Presidente, lo que inevitablemente invita la pregunta de por qué un sector público que no ha solucionado esos problemas hasta ahora -muchos de ellos de larga data-, podrá hacerlo en el futuro, mucho menos cuando toda referencia a la reforma del Estado estuvo ausente del discurso.

Parece existir, entonces, un injustificado optimismo respecto del potencial transformador del Estado, ligado a una confianza en la disponibilidad de recursos que no está en línea con las proyecciones económicas, que hablan de una posible recesión en el segundo semestre, de una inflación persistente, de una baja de la inversión y de problemas en las cadenas de suministros globales que seguirán afectando a Chile en el corto y mediano plazo.

Ese foco estatista, unido a una lectura optimista del escenario económico con poca base en la realidad objetiva, convierten al discurso presidencial en un ejercicio retórico, más que en un plan susceptible de dar los frutos que promete en el futuro previsible. El propio Presidente, que hizo reiterada mención a las cuentas públicas de sus antecesores en décadas pasadas -remontándose incluso al siglo XIX-, no parece consciente de la medida en que ellas se han vuelto una suerte de “lista de supermercado” dirigidas a dejar contentos a la mayor cantidad posible de grupos, y por ende, de escasa credibilidad.

Hoy, cuando la crisis de seguridad pública, la persistente amenaza de la pandemia y la incertidumbre política derivada del proceso constitucional son las principales preocupaciones de la ciudadanía, se espera del Gobierno que dé señales claras -no retóricas- de cómo se hará cargo de ellas. En particular, hace falta un reconocimiento de que las sociedades que más progresan lo hacen principalmente sobre la base de la iniciativa privada, no estatal. Dar a entender lo contrario es sembrar semillas de frustración y descontento que conspiran contra la paz social y el desarrollo.

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