El sábado 1 de diciembre de 2001 Domingo Cavallo anunciaba lo que la mayoría de los argentinos no quería escuchar: los bancos no iban a permitir a los ahorristas retirar libremente los depósitos. La medida, conocida popularmente como “corralito” y legalmente cuestionable, se hizo carne a partir del lunes 3 y sirvió para detener, en un principio, la fuga de capitales que padecía el sistema financiero local que durante los primeros 11 meses de ese año había perdido US$ 18.000 millones.
Sin embargo, ‘pisar los ahorros’ fue, tal vez, el último intento para sostener el 1 a 1. O mirado desde otra óptica, el principio del sinceramiento de una economía que vivió durante los ‘90 sumida en el corset de la convertibilidad, una medida, que sirvió en su momento para frenar la hiperinflación, pero que tuvo un costo económico de US$ 12.000 millones anuales para el Estado e innumerables consecuencias sociales, como un desempleo cercano al 20%.
Así y todo, con corralito primero, y con el corralón después (cuando a mediados de diciembre también se prohibió retirar los depósitos de menores montos), el gobierno de Fernando De la Rúa, sucumbió. Fue tal la crisis de aquellos años, que Argentina tuvo varios muertos por las revueltas y cinco presidentes en una semana. La peor de las noticias para muchos llegaba en los primeros días de 2002. Fue precisamente el 5 de enero de ese año cuando el primer ministro de Economía de Eduardo Duhalde, y actual embajador argentino ante la Unión Europea, Jorge Remes Lenicov, le tocó tratar de desactivar la bomba, es decir, salir de la convertibilidad.
Unos días antes, Adolfo Rodríguez Saá, presidente por pocos días, había declarado que Argentina entraba en cesación de pagos, que dado la magnitud de la deuda, tal situación se convertía en el default más grande de la historia mundial. Los ahorristas seguían reclamando los dólares o los pesos convertibles que habían depositado en los bancos. Lo hacían día a día marchando por la city y golpeando las chapas con la que los bancos habían blindado sus sucursales para no ser destruidas. Para colmo, los depósitos se pesificaron. La furia fue aún mayor. Se normalizó cuando los bancos recobraron la normalidad gracias, entre otras cosas, a la resignación de los ahorristas de recibir pesos indexados en vez de dólares, al tiempo que los deudores, particulares y empresas, recibían con beneplácito que si debían en dólares iban a pagar en pesos.
De todos modos, entre Argentina de 2001, y la actual, existe una gran diferencia. Sobre todo, porque la sobrevaluación cambiaria generada por la decisión de equiparar el peso al dólar originó una economía de ficción, donde los trabajadores y las empresas cobraban en pesos, pero se endeudaban en dólares. Como contrapartida, las grandes beneficiadas bajo ese sistema económico fueron entre otras, las empresas privatizadas y las multinacionales, que lícitamente convertían en dólares los pesos que cobraban en Argentina para enviarlos como remesas a sus casas matrices. Claro que cuando se devaluó, las mismas compañías, junto a los bancos, y el conjunto de los asalariados fueron quienes recibieron el mayor impacto.
Pero a la crisis de 2001 hay que sumarle otro dato desalentador. El FMI, que en septiembre de ese año le otorgó a Argentina alrededor de US$ 10.000 millones -casi la misma cantidad de dinero que el gobierno de Néstor Kirchner luego canceló con el organismo y que, según la versión del ex ministro de Economía, Roberto Lavagna, se utilizó para financiar la fuga de capitales- le soltó la mano al país. En la crisis más profunda del país el organismo decidió darle un escarmiento a la especulación financiera, que invertía a riesgo en la Argentina predefault, pero que pretendía seguridad suiza a la hora de reclamar sus deudas. El fondo, además, tomó otra iniciativa: le cobró al país toda la deuda pactada para 2002. Ese año, Argentina canceló con el organismo multilateral de crédito US$ 4.500 millones.
“Los que critican la devaluación no dicen cómo seguía la historia”, dice Remes Lenicov a El Cronista.
Muy bien la historia no podía seguir. Corralito, bancos cerrados, default,
US$ 8.000 millones de reservas en el Banco Central, y pedidos de liquidación de importaciones por US$ 5.000 millones. Esa era la Argentina de 2002. Desde la devaluación a la fecha el PIB creció 92%, el desempleo pasó de 22% a 7,2%. La pobreza bajó de 54% a 8,3% y la indigencia de 27,7% a 2,4%. Lamentablemente, los datos de pobreza e indigencia, cuya baja debería ser mostrada con orgullo, están cuestionados por ser evaluados por el Indec.