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Columnistas

El fracaso como activo estratégico en un mundo incierto

Por Patricia Adriazola, founder & directora ejecutiva de Cleo Consulting Group #SoyPromociona

Por: Equipo DF

Publicado: Viernes 26 de diciembre de 2025 a las 10:15 hrs.

Las estadísticas son claras y, aunque incómodas, difíciles de ignorar: entre un 60% y un 70% de los proyectos de transformación organizacional no logran los resultados esperados. Cambios tecnológicos, culturales, estratégicos o de modelo de negocio que comienzan con entusiasmo, pero que se diluyen en el camino, se retrasan indefinidamente o terminan siendo abandonados. Frente a estos números, la pregunta no debería ser por qué fracasan tantos proyectos, sino qué estamos haciendo o evitando hacer cuando el fracaso aparece.

En muchas organizaciones, el fracaso sigue siendo una palabra prohibida. Se esconde, se maquilla o se atribuye a factores externos. Se confunde equivocación con incompetencia y aprendizaje con debilidad. Esta mirada no solo limita la capacidad de adaptación, sino que perpetúa culturas rígidas, defensivas y poco innovadoras.

Dos grandes enemigos del aprendizaje organizacional suelen aparecer con fuerza en estos escenarios: el ego y el perfeccionismo. El ego impide reconocer errores, pedir ayuda o cambiar de rumbo a tiempo. El perfeccionismo, por su parte, paraliza, retrasa decisiones y eleva estándares irreales que terminan agotando a los equipos. El verdadero problema no es fracasar, sino no aprender.

Las organizaciones que logran transformarse de manera sostenible son aquellas que crean espacios psicológicamente seguros, donde se puede decir “esto no funcionó” sin buscar culpables, y donde las retrospectivas se convierten en insumos estratégicos para el siguiente ciclo.

Aceptar el fracaso como parte del aprendizaje requiere un liderazgo distinto: más humilde, más consciente y menos obsesionado con la imagen de éxito permanente. Requiere líderes capaces de soltar la necesidad de tener siempre la razón, de escuchar activamente a sus equipos y de tomar decisiones correctivas antes de que el costo sea irreversible. Requiere, también, diferenciar entre responsabilidad y culpa: asumir errores sin castigarlos.

¿Qué pasaría si dejáramos de medir el éxito solo por los resultados finales y comenzáramos a valorarlo también por la capacidad de aprender, ajustar y evolucionar en el camino? ¿Qué pasaría si entendiéramos que los proyectos que “fracasan” también aportan información crítica para los que vendrán? Probablemente, las organizaciones serían más ágiles, más humanas y, en el largo plazo, más sostenibles.

En un entorno empresarial marcado por la incertidumbre, la velocidad y la complejidad, el aprendizaje es la verdadera ventaja competitiva. Tal vez ha llegado el momento de reconciliarnos con el fracaso, bajar el volumen del ego y flexibilizar el perfeccionismo. Porque evolucionar no es evitar caer, sino aprender a levantarse mejor cada vez.

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