Cuando Jesús envió a sus discípulos en misión evangelizadora, les confirió poder de sanar enfermos, resucitar muertos, limpiar leprosos, expulsar demonios. También impuso exigencias: no llevar consigo oro ni plata ni cobre, ni dos túnicas, ni sandalia, ni bastón. Y dar gratis lo que recibieron gratis. Suena y es de absoluta lógica. Esos poderes son de procedencia y liberalidad divina. El hombre que usa de ellos no puede cobrar por algo que él no ha producido, sino meramente entregado a su destinatario. Quien remite una carta ya pagó por los gastos de envío y entrega. ¡Y en este caso pagó el precio de sangre del Hijo de Dios! Que el mensajero pretenda encima cobrarle al destinatario es una doble exacción: cobra por algo que no es suyo, y cobra por algo que ya está entera y más que suficientemente pagado. De ahí la exigencia de dar gratis lo que gratis se recibió. Por eso los cánones 1380 y 1385 tipifican el delito eclesiástico de simonía y obtención de lucro ilegítimo con ocasión de los sacramentos.
Este sublime concepto de gratuidad se reencuentra en las innúmeras prestaciones y dádivas que cruzan la vida de una familia. Tratándose de la alimentación, salud, educación, seguridad y honra de los hijos, sus padres no escatiman gastos. Más tarde los hijos y nietos harán lo mismo en favor de sus mayores. La palabra “caridad” expresa delicadamente el alto precio que con gusto se paga por el ser amado, “carísimo”. Es cierto que el gasto termina siendo una inversión: invertir en la familia es invertir en amor, y el amor reditúa felicidad así en la tierra como en el cielo. Pero esta gratuidad se da espontáneamente y porque sí, sin esperar siquiera una manifestación de gratitud. Nunca olvidaré la silente sorpresa de mi mamá cuando, ya comprendiendo su inagotable amor, le dije mi primer “gracias”.
Algunos gobernantes arriesgan corromper este noble concepto de la gratuidad. Rivalizan en ofertones de bienes gratuitos de altísimo costo y que, por cierto, no son de su propiedad. Les basta firmar un decreto o impulsar una ley, sin moverse de su escritorio. Luego entregan lo que no es suyo, pero con una parafernalia en que los incautos beneficiarios dan por sentado que el benefactor se echó la mano al propio bolsillo. Ni siquiera sospecharán que buena parte de esos bienes se amasó por los $200 que le entregaron forzadamente al Fisco por cada kilo de su pan de cada día. Con esta impostura de magnanimidad, los gobernantes se hacen gratuita publicidad y cautivan el voto de la boquiabierta ingenuidad.
Al reparo ético se suma el pedagógico. La naturaleza entrega sus frutos, bellos y abundantes, tras dolores de parto. Libre, feliz, dignificado, bien educado es quien celebra cosechar lo que sembró con sus propios sudores y lágrimas.