Fernando Barros
En la década de los 80 nuestro país apostó por el desarrollo de su mercado de capitales, amparado en un ordenamiento constitucional moderno que garantizaba los derechos de las personas, la propiedad privada y la iniciativa emprendedora, todo en un entorno de un Estado Subsidiario y un ordenamiento legal sólido y de instituciones serias.
El éxito del modelo económico, el cumplimiento íntegro del proceso de normalización institucional contemplado en la Constitución Política de 1980 y la confirmación por sucesivos gobiernos de los ejes en que se basaron las grandes transformaciones modernizadoras, dieron lugar a tres décadas de desarrollo social y económico inéditos en nuestra historia.
La inserción de las empresas nacionales en los mercados financieros externos hizo patente la necesidad de contar con información financiera emitida en un idioma que fuese "universal". Los Principios de Contabilidad Generalmente Aceptados que utilizábamos en Chile (conocidos como Chilean GAAP), resultaban ininteligibles en el extranjero, lo cual obligaba a su re-emisión en un lenguaje global. Las autoridades comprendieron la necesidad de extender la modernización de nuestro sistema económico y financiero, y se inició una costosa transformación, que tomó prácticamente una década, que llevó a nuestras empresas y, de ahí, a la economía toda, a utilizar un nuevo idioma para revelar su información financiera. Y ese lenguaje fue aquél que más universalmente se utiliza: las Normas Internacionales de Información Financiera, conocidas por su sigla en inglés, IFRS.
Por su magnitud, el proceso supuso un trabajo intenso y prolongado de autoridades, entidades gremiales, universidades y centros de formación. Inversión cuantiosa en capacitación y actualización del equipamiento y herramientas informáticas y de procesamiento. El trabajo involucró a todos aquellos que requieren algún nivel de entendimiento de los estados financieros de una empresa; en la práctica, al país todo.
El esfuerzo valió la pena y los balances y estados financieros de las empresas e instituciones chilenas podían entrar a los salones de la economía mundial sin necesidad de traductor y, a su vez, podíamos comparar fácilmente nuestros reportes financieros con los del resto del mundo. No obstante el costo y enorme esfuerzo, tanto visible como invisible, de esta modernización, ella podría haber sido en vano.
Frente a consideraciones coyunturales, por completo ajenas a los principios contables y al legítimo interés del mercado de capitales, la máxima autoridad reguladora de este mercado, en una decisión contraria a su propio actuar de pocos años antes en igual situación, decidió hacer a un lado la aplicación de IFRS sin ninguna justificación técnica. En lo que parece haber sido un guiño político a la dirigencia empresarial vinculado a los efectos de la arrolladora reforma tributaria, renunciamos a la coherencia.
El daño no ha sido menor. Las sociedades regidas por las instrucciones de la Superintendencia de Valores y Seguros, SVS, deberán informar sus resultados del año 2014 de manera diferente a las restantes sociedades de nuestro país; los auditores externos deberán dejar constancia que esos estados financieros se ajustan, no a IFRS, sino que a las normas especiales que decidió dictar la SVS, las que son contradictorias con el tratamiento contable que correspondería dar universalmente a los efectos del incremento de impuestos. Por ello, los estados financieros de 2014, y los comparativos de 2015, deberán ser re-emitidos para que puedan ser comparables con los de los demás actores de la comunidad económica internacional.
En este penoso incidente hay muchos aspectos que lamentar. La falta de coherencia, el absurdo que dos empresas con idénticos resultados económicos reportarán utilidades, y pagarán dividendos, que pueden ser sustancialmente diferentes, con la consiguiente contingencia por eventuales reclamos de accionistas perjudicados y, quizás lo peor, el golpe a la credibilidad institucional e independencia de nuestras autoridades. Con pena deberemos sonrojarnos con la próxima invocación que hagan nuestras autoridades a la seriedad de nuestras instituciones y reglas, propias de un miembro de la OCDE.
El consuelo: la cicatriz puede borrarse en dos años. Claro que sólo si no sucumbimos a la próxima tentación.