El otro día cuando llegué al trabajo me encontré un correo electrónico de una mujer, de una empresa de relaciones públicas, que no conocía, felicitándome por mi nuevo empleo en City AM, un periódico donde nunca he trabajado.
“Disculpas”, me dijo en el apresurado correo electrónico que siguió. “Claramente no estoy concentrada”. No le hubiera hecho caso, excepto que llegó unas horas después de otro correo electrónico de alguien que preguntaba si yo estaría interesada en saber que, como resultado de la altísima bolsa de valores, el valor de los programas de acciones para empleados ha “alcoholizado” (en vez de alcanzado) un récord máximo en diez años de 2.500 millones de libras.
Antes de que tuviera tiempo para decir que eso me parecía muy interesante, este corresponsal me envió un correo electrónico pidiendo disculpas, “por la muy desafortunada errata en mi último correo electrónico”.
Las cosas no acabaron así. El día siguiente recibí correos electrónicos de dos hombres, uno de un banco de inversión, el otro de una agencia de calificación. Ambos habían cometido errores de correo electrónico que tenían que corregir.
Estas personas no están solas. Las estupideces que cometemos en el trabajo son horribles y cada vez peores. Lo sé porque yo misma cometo tantas. La otra semana, le di a una colega la dirección de correo electrónico mal escrita de alguien a quién ella necesitaba contactar; y a otra la fecha equivocada de una reunión. Después, casi entregué un artículo con el nombre de una persona escrito de dos formas diferentes. Nada de esto es sorprendente, si se toma en cuenta la inexorable distracción digital que socava la vida laboral.
Los investigadores llevan años advirtiendo que las personas que constantemente manipulan correos electrónicos, textos y mensajes al mismo tiempo no memorizan o manejan su trabajo tan bien como las que le prestan atención a una cosa a la vez. Se estima que, sólo en EEUU, la sobrecarga digital cuesta tanto como US$ 997 mil millones al año en la pérdida de productividad e innovación. No es de extrañar, cuando se afirma que pulsamos, hacemos swipe, o hacemos clic en nuestros celulares un promedio de 2.617 veces al día.
Yo no quedé ni remotamente sorprendida cuando leí este mes que hasta el diseñador tecnológico que diseñó el diabólicamente adictivo sistema “pull-to-refresh” (deslizar el dedo hacia abajo para refrescar la pantalla) se preocupa por su impacto y está intentando dejar de usar esta embestida digital.
En realidad, me sorprende que los niveles de metidas de pata en la oficina no sean mucho peores. Sigue siendo relativamente raro ver un error asombroso, como los US$ 6 mil millones que un empleado de Deutsche Bank transfirió accidentalmente a un cliente hace un par de años; o, más o menos por la misma fecha, el funcionario del Banco de Inglaterra que envió por error a un periodista un correo electrónico con detalles de un estudio secreto sobre los riesgos financieros del Brexit.
No obstante, los daños de la distracción masiva aumentan diariamente. Ha surgido una pequeña industria para ayudar a las personas a enmudecer, bloquear, controlar y apagar. La mayoría de nosotros ya sabemos cómo hacerlo. Ponerle filtros al correo electrónico. Automatizar las publicaciones. Aprender a apagar el teléfono. Salir más a caminar. He intentado muchas de estas tácticas. En teoría todas son excelentes, pero difíciles de poner en práctica.
Una gran lección que he aprendido es ésta: si envías un correo electrónico estúpido en el trabajo, a menos que haya causado un derrumbe de la bolsa, simplemente pide disculpas y sigue adelante. Nunca trates de retractarlo.
Un rastreo de mi buzón de entrada muestra que sólo había un mes -agosto- cuando no recibí por lo menos un mensaje de alguien anunciando que quería “retractar un correo electrónico”. En casi todos los casos, hice lo que hace todo el mundo en esta situación. Localicé la nota errante para ver lo que decía. A veces ni siquiera hay que hacer eso. El año pasado, el día que los británicos votaron por abandonar la Unión Europea, el personal de relaciones públicas de Ryanair trató de retractar un comunicado embargado diciendo que la aerolínea lanzaba una oferta de 24 horas “para celebrar que nos quedamos en Europa”.
Y todavía siento pena por la persona de una firma de arquitectura que trató de recobrar algo que ella me había lanzado la semana anterior. Su correo comenzaba con una referencia perfectamente cortés al artículo que yo había escrito sobre el flagelo de la oficina abierta. Al seguir leyendo para ver por qué se había molestado por retractar una nota tan inofensiva, vi que incluía un desafortunado rastro de correos electrónicos de sus colegas, quienes le habían dado sus ideas sobre lo que me debía decir.
“Lo que realmente me molestó de este artículo es que claramente los empleados no tienen idea sobre cómo se supone que les ayude el espacio”, refunfuñó uno de ellos.
Podría haber sido peor. Estoy segura de que yo he hecho cosas más estúpidas. Pero dudo que hubiera leído el mensaje a menos que alguien me hubiera dicho que no lo hiciera.