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La segunda oportunidad de laTercera Vía

Andrés Velasco

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La Tercera Vía de Tony Blair y Bill Clinton ha regresado. Los rostros y los nombres no son los mismos, pero la idea de que los gobiernos pueden -y deben- combinar valores de la socialdemocracia con los instrumentos de una economía moderna y liberal está una vez más al centro del debate. Para enfrentar la desaceleración de la economía mundial, muchos políticos de centro-izquierda están tratando de dinamizar los mercados y de reimpulsar el crecimiento invirtiendo en empleos y capacitación. 


La razón más inmediata del retorno de las ideas de la Tercera Vía es la mera necesidad. No es sorprendente que los gobiernos europeos altamente endeudados procuren encontrar nuevas políticas sociales de bajo costo fiscal. Pero la austeridad inflexible que defiende el conservador gobierno de Alemania no es lo mismo que el ajuste gradual que persigue la nueva generación de socialdemócratas del sur. Los conservadores exigen ajustes fiscales inmediatos, sean cuales sean sus consecuencias. Los socialdemócratas modernos, lectores de Keynes, aceptan que algunas correcciones presupuestarias iniciales son indispensables para que el programa sea creíble, pero también saben que se necesitan inversiones adicionales en capital humano e infraestructura, tanto para limitar el impacto del ajuste fiscal en el empleo y los salarios, como para fortalecer el potencial de crecimiento de la economía. 
Otra razón para volver a considerar las ideas de la Tercera Vía es que dan resultado. La reforma que realizó a principios de la década de 2000 el entonces canciller Gerhard Schröder al mercado laboral alemán fue profundamente polémica en su momento, pero mirando hacia atrás parece evidente que gracias a ella Alemania pasó a ser la potencia exportadora de Europa luego de haber sido el enfermo del continente. Los países nórdicos han liderado en la experimentación con nuevas formas de prestar servicios públicos y han adoptado la “flexiseguridad” en las relaciones laborales. El resultado: han logrado la partida triple de crecimiento robusto, empleo alto y endeudamiento fiscal bajo.

La efectividad de estas ideas no se limita a los países ricos del norte. Los gobiernos de la Concertación en Chile, el segundo de Alan García en Perú y el de Fernando Henrique Cardoso en Brasil se inspiraron en la agenda Blair-Clinton-Schröder. Todos debieron enfrentar polémicas, pero es indudable que inauguraron períodos de consolidación democrática y modernización económica sin precedentes en cada uno de sus países.

En la próxima elección presidencial en Brasil, los dos principales opositores de la presidenta Dilma Rouseff defienden políticas que vuelven a los viejos tiempos. Esto no es sorprendente en el caso de Aécio Neves, que pertenece al partido de Cardoso, pero sí lo es en el caso de la socialista Marina Silva, cuyos asesores han planteado que Brasil debería negociar pactos comerciales fuera del Mercosur y tener un Banco Central independiente. Esto pondría muy orgulloso a Blair, quien durante su primera semana en el cargo otorgó plena independencia al Banco de Inglaterra.

Existen muchas diferencias a través del tiempo y entre los distintos países, pero al fin de cuentas se advierten cuatro ideas comunes a estas experiencias exitosas. La primera es el pragmatismo en las políticas. Lo que importa no son los dogmas ideológicos sino lo que da buenos resultados. En lugar del interminable y estéril debate sobre si el estado debería ser grande o pequeño, es más fructífero preguntarse qué tipo de intervención estatal y dónde.

El segundo principio es el realismo fiscal. La prudencia presupuestaria es a la vez deseable (los déficits insostenibles se llaman así precisamente porque no se pueden sostener) y progresista (cuando las cosas explotan, los pobres y los vulnerables son los que más sufren).

El tercer elemento común es un enfoque moderno a las políticas de bienestar. El estado puede y debe redistribuir los ingresos y la riqueza, pero al hacerlo no debe debilitar los incentivos al trabajo y al ahorro. En lugar de proporcionar simples dádivas, los gobiernos deberían luchar por garantizar empleos buenos y bien remunerados.

Finalmente, la Tercera Vía se define por el liberalismo progresista. La igualdad y la libertad no son principios contradictorios, sino complementarios. Si las reglas son las adecuadas, una sociedad cuyos ciudadanos deciden y actúan con libertad también puede ser una sociedad que distribuye las oportunidades de manera justa. Y a la inversa, sin oportunidades mínimas para todos, la libertad es más ilusoria que real.

Estas cuatro ideas animan a una Tercera Vía que ahora está gozando de una segunda oportunidad, aunque debió haber sido la primera opción desde el comienzo.

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