La Ley 21.643, conocida como Ley Karin, entró en vigencia en agosto de 2024 con el objetivo de prevenir y sancionar el acoso laboral y sexual, en línea con los compromisos asumidos por Chile ante la OIT y su Convenio 190.
Desde su origen, la ley evidenció un impulso más reactivo que reflexivo. Como ha ocurrido antes en el ámbito laboral chileno, una tragedia dio paso a una legislación que, en su intento por reparar, buscó fortalecer derechos, instituciones y procedimientos. Sin embargo, ese mismo fortalecimiento ha derivado en abusos o mal uso de dichos derechos, desnaturalizando el espíritu de la norma. Así, el remedio puede terminar siendo tan perjudicial como lo que pretendía subsanar.
“En la práctica, la Ley ha comenzado a utilizarse como herramienta de presión en disputas laborales menores, transformándose en un canal para ajustes de cuentas o reclamos que se alejan del objetivo original”.
Hasta el 31 de diciembre de 2024, la Dirección del Trabajo (DT) recibió 21.864 solicitudes de denuncias en el marco de la ley. De estas, 9.151 correspondieron a casos de acoso laboral, sexual o violencia en el trabajo en el sector privado, mientras que 5.214 fueron en la administración pública centralizada. A casi un año de vigencia, las cifras hablan por sí solas: según la misma DT, solo el 41,5% de las denuncias ingresadas se enmarcó dentro del ámbito de aplicación de esta ley. La tendencia continúa al alza en 2025.
Este escenario ha generado un serio atochamiento en las organizaciones y equipos responsables de recibir y tramitar estos casos. Tanto la DT como las empresas han debido absorber este volumen de trabajo con la misma capacidad instalada, que es claramente insuficiente.
Pero no es el único problema. Existe otro, quizás más grave: parte importante de las denuncias no corresponde a hechos de acoso o violencia, sino a desacuerdos cotidianos, malentendidos o tensiones personales. Situaciones que podrían -y deberían- resolverse mediante liderazgo, diálogo y una convivencia basada en el respeto.
En la práctica, la ley ha comenzado a utilizarse como herramienta de presión en disputas laborales menores, transformándose en un canal para ajustes de cuentas o reclamos que se alejan del objetivo original. Se ha institucionalizado la denuncia como estrategia de lucha de poder y revanchismo dentro de las empresas, lo que erosiona la eficacia de la norma, la cultura organizacional, la confianza y la productividad.
La intención de proteger nunca debe abrir la puerta al abuso del mecanismo protector. La autoridad debiera revisar la Ley y modificarla, delimitando con mayor precisión su ámbito de aplicación y exigiendo condiciones objetivas para su activación. Solo así se evitará que se desvirtúe su verdadero propósito: combatir el acoso y proteger la dignidad de las personas en sus entornos laborales.
Claramente, la interpretación administrativa que ha realizado la DT -por medio de dictámenes- ha sido insuficiente para subsanar el colapso de los entes investigadores frente a la avalancha de denuncias, en su mayoría, fuera del espíritu y alcance de la ley.
Muchas de las obligaciones que establece la Ley 21.643 ya estaban presentes en reglamentos internos, políticas de compliance y prácticas preventivas. Pero cuando se legisla desde la reacción más que desde el análisis, el riesgo es que el remedio, por exceso, termine dañando más que la enfermedad.