"Podría haber sido mejor": mis primeras semanas como profesora de matemáticas
La columnista de Financial Times, Lucy Kellaway, dejó la redacción del diario para volver a capacitarse como maestra. Esta es su libreta de notas.
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Hace siete semanas, en mi primer día como profesora de matemáticas en capacitación, se me acercó un pequeño de once años que estaba perdido y llevaba un chaleco nuevo demasiado grande para su talla. "Miss", me dijo, "¿dónde queda la sala 211?"
Yo no tenía idea de dónde se encontraba ni de qué hacía yo parada ahí en el pasillo del colegio. Me sentí como arrancada de mi cómoda vida de columnista en Financial Times y arrojada a un territorio extraño en la Mossbourne Community Academy, en Hackney, Londres Este. Sacudí mi cabeza sin saber qué decir y él me miró como si fuera a llorar. Yo sentí deseos de imitarlo.
Desde entonces, ya ha transcurrido medio trimestre y ya conozco la respuesta a esa pregunta. Me paseo por el colegio llevando mi insignia de "personal", una palabra que ya no siento como si fuera mentira.
Una tarde, cuando llevaba tres semanas, unos padres que estaban considerando matricular a sus hijos, vieron mi pelo canoso y asumieron que llevaba décadas, y no días, trabajando como profesora. Y no encontré razones para corregir esa impresión.
Sin embargo, hay otra pregunta que todavía me agobia. Es una que me hacen todas las personas con las que me encuentro: "¿Cómo es ser profesora? ¿Lo estás disfrutando?"
Pareciera que mucho depende de lo que responda. Hace cerca de un año co-fundé Now Teach para convencer a otros profesionales de edad media de abandonar sus confortables empleos para volver a capacitarse como profesores.
Unas cuatro docenas de ellos ahora están recibiendo instrucción junto a mí en escuelas secundarias asignadas en Londres, enseñando principalmente matemáticas y ciencias. Ahora estamos reclutando nuevamente, con la meta de persuadir a un grupo aún mayor de unirse a esta noble profesión el próximo año.
Desafortunadamente, la palabra "disfrutar", no describe bien lo que siento sobre mi nuevo empleo. Desde septiembre he perdido tres kilos y vivo en constante temor de hacer el ridículo. No es agradable confundirse a tal punto de usar un plumón de tinta para escribir sobre una pizarra electrónica, como me ocurrió a mí.
Tampoco es agradable esforzarse tanto para memorizar nombres y estar tan atenta a cualquier señal de distracción que mis propios cálculos salgan mal, y que un estudiante me haga notar mi error.
Una palabra que describe mejor mis primeras experiencias en el salón de clases es "obsesión". Es un poco como estar en el comienzo de un tumultuoso romance. En un momento me siento eufórica, cuando logro explicar con éxito como transformar un decimal recurrente en una fracción, y al siguiente me siento fatal.
Incluso en los fines de semana, cuando no tengo que arrastrarme fuera de la cama para llegar a las reuniones previas al comienzo de la jornada escolar, me despierto antes del alba con mi cabeza llena de ideas sobre planes para las clases y otros aspectos de mi nueva responsabilidad.
Uno de mis compañeros que también se están capacitando en Now Teach y que antes ocupaba un alto cargo en la administración pública, dice que enseñar se parece un poco a tener un bebé. Es más agotador y más difícil, pero la recompensa también es mayor de lo que cualquier podría haber imaginado.
Para mí, también ha sido como tener un bebé, pero de una manera diferente. Cuando nació mi primer hijo hace 26 años, por primera vez en mi vida tenía algo más apremiante en qué pensar que en mí misma.
Convertirme en profesora ha obrado el mismo milagro desde el punto de vista profesional, enseñar ya no es algo que se trate acerca de mí. Se trata de los estudiantes, y más precisamente, de lograr que aprendan matemáticas.
Un segundo placer inesperado ha surgido del hecho de ser la novata más inepta del colegio. Esperaba que esto sería un poco humillante, pero en vez de eso me siento extrañamente liberada. Nadie espera que sea hábil desde el comienzo. Estoy en etapa de capacitación. Todo lo que tengo que hacer es mejorar, y con lo mala que era al comienzo, eso resulta bastante fácil.
Ya he aprendido a impartir instrucciones; la manera más eficiente de repartir hojas; y a no hablar demasiado ni muy rápido. Todavía considero a la pizarra electrónica como mi enemiga jurada, pero a veces logro que me obedezca.
Todas mis lecciones por ahora son impartidas todavía con la puerta abierta, de modo que cualquier otro profesor pueda dar un vistazo y avisarme en qué estoy fallando. Esto es un shock, ya que provengo de un mundo donde el feedback es escaso, tardío y con frecuencia, mal recibido. Ahora, he tenido que acostumbrarme a que me digan con detalle lo que estoy hacienda mal y cómo corregirlo.
Cuando estoy enseñando, mi mentor, que es una formidable profesora de matemáticas medio siglo más joven que yo y no acepta tonterías de nadie, ni siquiera de mí, se instala al fondo del salón, frunciendo el ceño y tomando apuntes ominosamente.
Después de una clase, me entregó una lista de 18 M, cada una con un círculo alrededor. La M es por "meta", pero también podría haber sido perfectamente por "mal".
En mi anterior vida, si un editor me hubiera dicho aunque fuera solo dos cosas que estaban mal con alguna de mis columnas, me habría sentido ofendida. Ahora, aunque no me encanta recibir 18 "metas", me siento mayormente agradecida. Sé que esta es la única manera de mejorar.
Un cambio incluso más radical es que he llegado a amar las reglas. Antes de convertirme en profesora, mi vida estaba prácticamente libre de reglas. Fui educada en un colegio liberal que consideraba las reglas como una restricción a la creatividad.
Luego, como periodista, me empeñé en ignorar las pocas reglas que sí existían. Era mi trabajo burlarme de la rigidez corporativa. Una vez escribí una columna vanagloriándome de nunca haber leído el código de conducta de mi propia empresa.
Ahora vivo en un mundo donde las reglas mandan. La academia Mossbourne es famosa por su estricto estilo. Los uniformes deben estar impecables y los estudiantes circulan por el colegio en silencio. "No existen las excusas" es uno de los dos lemas del colegio (el otro es aspirar a la excelencia) y eso se aplica tanto a los estudiantes como al personal.
Las reglas definen dónde debo estar, qué debo vestir y cómo comportarme. La campana suena cada 55 minutos, y mientras los estudiantes se trasladan de un salón a otro me ubico en la escala y trato de ladrar "¡manos fuera de los bolsillos!" con el mismo tono autoritario de mis colegas.
Esas reglas, y la manera cuidadosa en que se cumplen, me salvan el pellejo todos los días. Es gracias a ellas que nadie me ha tirado todavía una silla por la cabeza. Que nadie me ha insultado. En vez de eso, los alumnos llegan a clase listos y dispuestos a aprender.
Las reglas me han ayudado de otra manera menos evidente. Me han liberado de la ambigüedad que marcó mi vida profesional. Por primera vez sé exactamente lo que se espera de mi, con el resultado de que me hacen sentir extrañamente tranquila.
En este primer medio trimestre he tenido otras dos pequeñas sorpresas. La primera es lo mucho que me gusta la comida del colegio. Para la hora de almuerzo estoy tan desesperadamente hambrienta que caigo sobre mi bandeja de pastas frescas cubiertas con una extraña salsa de tomates naranja como si fuera el plato más delicioso que haya probado jamás.
La segunda es lo agradable que es, a los 58 años, que me llamen "señorita". La semana pasada, mientras me preparaba para ir al pub con mis encantadores colegas de veintitantos, me emocioné pensando que dar clases me ha quitado 30 años de encima.
Claro que no todos parecen estar de acuerdo: ese mismo día, una de mis compañeras profesoras de matemáticas me dijo que yo le recordaba a su abuelita.
He sobrevivido la mitad del primer trimestre, pero sospecho que la parte más difícil es la que está por venir. Mi colegio me ha tratado hasta ahora con mucho cariño. Imparto solo siete horas de clases a la semana, pero a partir de ahora me asignarán más horas.
Sé que no va a ser fácil, pero con cada semana que pasa me siento más confiada de que algún día, cuando sepa bien lo que estoy haciendo, podré decirle a quien me pregunte qué me parece ser profesora con la respuesta: "Lo amo".