Acceso a medicamentos de alto costo
En 2015 fuimos testigos de la publicación de la Ley Ricarte Soto, con la que se buscó establecer un marco regulatorio transparente y objetivo para entregar cobertura y protección financiera a enfermedades de baja frecuencia, que requieren tratamientos de alto costo. Una década después, el aumento de la judicialización impulsada por familias que no logran acceder con la rapidez necesaria a terapias inalcanzables ha puesto en evidencia vacíos en la legislación, trasladando -mediante los recursos de protección- definiciones técnicas hacia organismos que carecen de la competencia para definir la pertinencia de determinados medicamentos.
En la misma línea, Fonasa ha debido enfrentar un alza sostenida de demandas judiciales en esta materia, con un costo para el Estado superior a los US$ 50 millones, entre 2019 y 2024, lo que equivale a cerca de 70% de la reciente inyección adicional de recursos para reducir las listas de espera. Algo similar ocurre en el sector isapre, con la diferencia de que la judicialización por medicamentos de alto costo, en lugar de ser financiada por el presupuesto público –y, por tanto, por todos los contribuyentes-, termina siendo absorbida por el resto de afiliados y beneficiarios. Así, recursos que deberían destinarse al financiamiento de prestaciones definidas por ley se desvían a cubrir falencias normativas.
Por estos días, en la Comisión de Salud de la Cámara de Diputados se discuten mejoras a la Ley Ricarte Soto, enfocadas en ampliar el presupuesto para financiar terapias costosas, pero que no abordan ajustes en transparencia y objetividad respecto de los criterios de incorporación de nuevas tecnologías, tratamientos y medicamentos.
El marco regulatorio vigente tampoco resuelve con claridad cómo la Ley Ricarte Soto puede abordar los casos de alta exposición mediática, en lo que pacientes logran instalar en la agenda pública la urgencia de acceder a fármacos no solo costosos, sino también innovadores y, en muchos casos, con baja evidencia terapéutica o incluso sin autorización sanitaria del ISP.
Ante este escenario, resulta válido preguntarse cómo avanzar hacia una Ley Ricarte Soto que otorgue certeza jurídica para actuar en estos casos de manera no discriminatoria –independiente de su visibilidad pública- y que, al mismo tiempo, libere a la justicia de tener que resolver controversias que exigen conocimientos científicos especializados, vinculados con el financiamiento y la cobertura de tratamientos complejos.
La tramitación de mejoras a la Ley Ricarte Soto es una oportunidad para consagrar en la normativa una fórmula de financiamiento, equitativa y transparente, que permita cubrir situaciones complejas y sensibles de acceso a medicamentos de alto costo, cada vez más frecuentes y aún carentes de cobertura. De esta forma, los escasos recursos del sistema de salud podrían destinarse efectivamente a resolver necesidades médicas, en lugar de canalizarse hacia procesos de judicialización que no debieran existir si la regulación diera respuesta adecuada a los vacíos actuales.