El precio de los excesos
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n medio de una crisis financiera que Mauricio Macri describió como “los peores cinco meses de mi vida, además de mi secuestro”, las palabras del Presidente argentino fueron lapidarias tanto por su franqueza como por la sencillez del mensaje: “Tenemos que resolver algo muy particular: no gastar más de lo que tenemos y no convivir con la corrupción. Hay que hacer todo para equilibrar las cuentas del Estado (…) Tenemos que avanzar hacia un equilibrio en las cuentas públicas”.
Ante el gasto fiscal desbocado de administraciones anteriores, a la actual le toca imponer a los argentinos el costo del impostergable ajuste con medidas como reducir inversiones en 0,7% del PIB, recortar subsidios en 0,5% del PIB, fijar nuevos impuestos al derecho de exportación. Junto con la probablemente popular decisión de eliminar casi la mitad de los ministerios de su gabinete, una posibilidad que habla por sí sola de un aparato estatal sobredimensionado. Drástico y doloroso, pero aun así probablemente insuficiente, a decir de los mercados ayer, para justificar al optimista pronóstico gubernamental de alcanzar el equilibrio fiscal el 2019 y un superávit primario de 1% del PIB el año siguiente.
Es bien sabido que, en el caso argentino, la corrupción se suma a la ineficiencia, entre oteros factores, para explicar un gasto público fuera de control. No todos los países tienen el mismo problema, al menos no al nivel heredado de la era kirchnerista, sin embargo, el crecimiento del aparato estatal es una tentación —y un riesgo— que seduce a muchos de ellos.
En la actualidad hay un millón de empleados públicos en Chile, en un universo de 5,8 millones de asalariados —337 mil de ellos en el gobierno central, un alza de 4,1% respecto del segundo trimestre de 2017, según datos de la Dipres que consignamos en la edición de hoy—. Esto dista mucho de parecerse a una realidad como la argentina, pero sería de incautos ignorar el costo que paga una sociedad cuando debe poner límites a un Estado poco acostumbrado a ellos.