Editorial

Un año de guerra en Ucrania

  • T+
  • T-

Compartir

Al cumplirse un año de la invasión rusa de Ucrania, el régimen de Vladimir Putin está lejos de conseguir los objetivos territoriales que fijó para su campaña militar, y más lejos aun de consolidar sus objetivos políticos de proyectar a Rusia como una potencia de primer orden, detener el acercamiento de sus vecinos a la OTAN y reforzar la dependencia energética de la Unión Europea de las ventas rusas de hidrocarburos.

Si bien son mayoría los países que han preferido no sumarse a las sanciones económicas de Europa y Estados Unidos contra Rusia, ello tampoco se ha traducido en un respaldo explícito a Moscú y su campaña bélica. En la propia Rusia es difícil calibrar hasta qué punto la población está a favor o en contra -o siquiera razonablemente informada- acerca de la guerra iniciada por su Gobierno, cuyos rasgos autocráticos están bien documentados, entre ellos, la manipulación de la opinión pública y la supresión de la prensa libre.

Aunque una pronta paz es lo deseable, es claro que no podría ser a costa de concesiones territoriales ni exención de responsabilidades que validaran la agresión iniciada el año pasado.

En las últimas semanas, pese a que las sanciones no han debilitado a la economía de guerra rusa en la medida que esperaban sus impulsores, las visitas del Presidente Zelensky a Estados Unidos y la UE, y la del Presidente Joseph Biden a Kyiv, le han dado peso político adicional a la inédita decisión adoptada por Washington, Berlín y Londres de entregar tanques de última generación a las fuerzas armadas ucranianas.

A nivel mundial, los efectos económicos de la guerra se han sentido principalmente en los mayores precios de los alimentos y los hidrocarburos; políticamente, en una suerte de alineamiento más bien retórico en cierta medida reminiscente de la Guerra Fría, pues salvo excepciones -como los drones iraníes vendidos a Rusia-, potencias como China o La India han hasta ahora limitado su apoyo a Moscú al ámbito diplomático y a la compra de petróleo ruso.

Sobre todo, sin embargo, la guerra ha puesto en evidencia tanto la importancia como los límites prácticos del derecho internacional, poniendo sobre el tapete discusiones como el respeto de la soberanía territorial, el derecho a la legítima defensa y, por cierto, la responsabilidad de líderes y Estados por la eventual comisión de crímenes de guerra y lesa humanidad.

Hasta el momento, la cifra de muertos y heridos es imposible de calibrar con exactitud, pero está en el orden de los cientos de miles -entre fuerzas militares de ambos bandos y civiles ucranianos-, a los que se agrega el éxodo de varios de millones de refugiados desde Ucrania y un nivel de destrucción material en este país no visto en Europa desde la II Guerra Mundial.

Todo ello vuelve poco plausible que las relaciones de Rusia con Europa y Occidente sean las mismas después de este conflicto. Si en última instancia lograra obtener una parte sustancial del territorio ucraniano que reclama, otros vecinos más al oeste -como Polonia, Finlandia o los Estados bálticos- tendrían fundados motivos para temer un destino similar, haciendo más inestable y peligroso a todo el continente, e invitando una casi inevitable carrera armamentista.

Pero incluso si fracasa en lo medular de sus objetivos, el régimen de Putin habrá demostrado ser un vecino agresivo, dispuesto a usar la integración económica como arma de chantaje -ya sea energía o alimentos-, e incluso a esgrimir la amenaza de una escalada nuclear.

En ambos casos, se intensificarán justamente las dinámicas que Rusia busca impedir: que la OTAN y la UE se acerquen a sus fronteras, como está ocurriendo.

Rusia no sólo ha alentado estas dinámicas contrarias a sus intereses, sino que ha impulsado otros cambios estructurales en el escenario europeo, hasta poco impensables, que la perjudican en el largo plazo. Entre ellos, el fin de la dependencia continental de sus hidrocarburos -un esfuerzo ya bien encaminado-, el rearme de Alemania (un giro histórico), y por supuesto, la inédita decisión de Estados Unidos y otras potencias occidentales de enviar armamento moderno a Ucrania para apuntalar su defensa.

Los lazos políticos y económicos que Moscú pueda estrechar con países más lejanos de su centro geográfico -como Irán o China- difícilmente serán un sustituto para las relaciones políticas y comerciales con la UE, o incluso con naciones más cercanas de Europa oriental.

Aunque sería imprudente hacer predicciones sobre el curso de la guerra, sin duda Rusia está pagando y seguirá pagando un costo muy alto por su campaña de agresión, que probablemente se prolongue mucho más allá del eventual fin de las hostilidades.

Por desgracia, la probabilidad de esto último es baja en estos momentos, dado que tanto Ucrania como Rusia tienen razones para pensar que la continuación de los combates puede jugar a su favor, lo que reduce la disposición a entablar negociaciones de paz o al menos de cese al fuego. Si bien esto sería deseable, es claro que no podría tener lugar a costa de concesiones territoriales ni exención de responsabilidades que validaran la agresión iniciada en febrero del año pasado.

Lo más leído