Editorial

Violencia tolerada: Chile retrocede

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Nuestro editorial del lunes señalaba que el tercer aniversario del 18-O no sería motivo para celebrar. Y efectivamente, ayer se volvieron a ver focos con el tipo de ataques, desmanes y saqueos que fueron la característica central de lo ocurrido en 2019. Por desgracia, a estas alturas, la condena de la violencia por parte de actores políticos, incluyendo al Presidente de la República, es un ejercicio retórico vacío, al menos por tres razones.

Primero, porque muchos de ellos -incluyendo a actuales personeros de Gobierno- avalaron la destrucción del 18-O como expresión natural de un malestar social que, según ellos, sólo podía canalizarse de esa forma: la sociedad “no daba para más”, argumentan todavía falazmente. Hoy, por ende, la credibilidad de sus críticas a los desmanes es poca o nula.

Los chilenos están viendo con alarmante frecuencia el fracaso del Estado en su deber de preservar el orden público y garantizar la paz.

Segundo, porque el rechazo discursivo de la violencia sigue estando acompañado de recordatorios sobre las “fracturas de la sociedad” y la falta de reformas, como dijo el mandatario ayer, lo que no es sino una justificación tácita del vandalismo. En democracia, sin embargo, ninguna demanda social, por justa que sea, puede excusar el recurso a la violencia. Ninguna.

Tercero, porque junto con lamentar los actos antisociales y sus efectos, las autoridades -políticas y judiciales- exhiben una incomprensible reticencia a aceptar el uso legítimo de la fuerza del Estado para reprimir y castigar a los responsables, desconociendo que la primera responsabilidad del Estado es, justamente, preservar el orden y dar seguridad. Situaciones como las vistas ayer, a las que cabe sumar la creciente inseguridad producto de la delincuencia, apuntan a un fracaso del Estado en su función esencial de defender a los ciudadanos y garantizar la paz.

Lo que los chilenos están viendo con alarmante frecuencia es la tolerancia a la comisión de delitos bajo el supuesto amparo de demandas ciudadanas insatisfechas, deudas sociales pendientes o injusticias históricas no reparadas. El deterioro de nuestra convivencia y calidad de vida es real; la responsabilidad de las instituciones políticas y judiciales es innegable.

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