Es una compañía que no existía hace ocho años, pero que fue valorada en casi US$ 20 mil millones el año pasado. Su director ejecutivo tiene 38 años y parece un DJ de discoteca. Su esposa es la directora ejecutiva de marca, una fanática del yoga que indudablemente tuvo algo que ver con la misión de la compañía: “Hacemos lo que haga falta y lo hacemos bien”. Se trata de WeWork, la empresa de espacios laborales compartidos que ha crecido de un solo edificio en Manhattan en 2010 a un gigante de “escritorios calientes” para “hipsters” con más de 170 sitios en 19 países y 58 ciudades, desde Beijing hasta Bogotá.
Yo casi no había notado su crecimiento impresionante hasta que supe de su extraordinaria valoración de US$ 20 mil millones, y del creciente grupo de escépticos que piensan que esa cifra no tiene sentido. Tal vez estén en lo correcto. Unos documentos filtrados a Bloomberg sugieren que esta empresa de capital privado recortó sus pronósticos de ganancias para 2016 de US$ 65 millones a US$ 14 millones. Sin embargo, en las últimas semanas, al toparme con más y más personas que se han mudado a sus oficinas, he decidido que WeWork está teniendo un efecto interesante sobre la vida corporativa moderna.
El primer indicio vino de una amiga en un grupo internacional sin fines de lucro en Washington que se encontró en una oficina de WeWork con un estilista y un instructor de meditación a su disposición, además del café recién tostado y la política de puerta abierta a los perros que son normales en la empresa.
Ella estaba tan entusiasmada como el jefe de una nueva empresa tecnológica con base en Londres con personal en Buenos Aires, donde había una lista de espera para conseguir siquiera un escritorio libre en WeWork, un refugio de precios transparentes y WiFi instantáneo en una ciudad acostumbrada a alquileres en ascenso y apagones.
Estoy a favor de cualquier cosa que haga la vida de oficina menos estéril y más humana, especialmente si también es más funcional. Pero el hecho de que los empleados de empresas mucho más grandes estaban empezando a usar WeWork, me hizo pensar en serio, como Jonathan Kini, el director ejecutivo del ala minorista de Drax, dueños de la mayor central eléctrica del Reino Unido.
Drax tiene una oficina perfectamente adecuada cerca del Banco de Inglaterra en la City de Londres. Pero cuando la división de Kini necesitó más espacio, él alquiló una oficina privada en el edificio de WeWork. Después de curiosear por la oficina con uno de los empleados mayores de Drax -quien confesó que con frecuencia se sentía como el único que llevaba calcetines- pude ver la atracción.
No eran sólo los bares de cerveza artesanal y los sofás de diseñadores distribuidos por el piso de madera; ni las filas de cabinas telefónicas privadas que no estarían nada mal en mi propia oficina abierta. Eran las pantallas de video en las paredes promoviendo la mercancía de los demás inquilinos.
Tal vez el personal de Drax no necesite conocer las nuevas empresas de marketing digital que se anunciaban en esas pantallas el día que hice mi visita. Pero si quisieran conocerlas, sólo tendrían que caminar a la vuelta de la esquina para hacerlo.
Lo mismo se aplica a los empleados de la división de pequeñas empresas de HSBC que se mudaron a una cercana oficina londinense de WeWork hace casi un año. “Eso es algo que no se consigue en una oficina corporativa normal”, dijo su jefe, Richard Bearman. A él le gusta cómo el ambiente de pueblo significa que los empleados de compañías más jóvenes pueden tocar a la puerta de vidrio de HSBC para charlar.
Cree que nuevos clientes importantes confían más en el personal del banco que si éstos estuvieran sentados detrás de una computadora en una sucursal. También al banco le ayuda a conocer cómo funcionan las nuevas organizaciones. En una era de inexorable trastorno, puedo ver la atracción de los espacios laborales compartidos para las antiguas empresas ya que pueden estar más cerca de las empresas “startup” que causan la disrupción, y viceversa.
Los lugares como WeWork obviamente no son para todos. Conozco a mucha gente que se horrorizaría ante la idea de trabajar en un edificio lleno de extraños de otras empresas, especialmente si tuvieran que eludir un perro camino a su escritorio.
Personalmente, estoy muy contenta de trabajar en un lugar que mantiene al margen el mundo exterior, aunque sería aún más feliz si la oficina tuviera perros. Aún así, no me sorprende que WeWorks diga que las empresas con más de 1.000 empleados son uno de sus sectores de mayor crecimiento y ahora representan más de 20% de su membresía.
Al igual que muchas de las copiosamente financiadas empresas “startup” de EEUU, es fácil imaginarla fracasando. Pero dudo que la vida de oficina menos insular y más dinámica que está creando sea una moda pasajera.