El patio trasero está de vuelta
JUAN IGNACIO BRITO Profesor Facultad de Comunicación e investigador del Centro Signos en UANDES
Durante años, América Latina se quejó de que Estados Unidos nos había olvidado. Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, perdimos presencia en la política exterior norteamericana. Hoy, sin embargo, las cosas están cambiando. Con su decisión de poner a Estados Unidos primero y hacer grande de nuevo a su país, Donald Trump ha ubicado a la región en un lugar prioritario en su agenda. Se trata de una novedad que representa riesgos y oportunidades.
Trump considera que es hora de que Estados Unidos reafirme su liderazgo en el Hemisferio Occidental. Estima que esta área pertenece, sin duda alguna, a la esfera de influencia norteamericana y se halla dispuesto a hacerlo valer. Está convencido de que el descuido de sus antecesores permitió una doble invasión desde el sur: inmigrantes y drogas ilegales. Al mismo tiempo, advierte que China ha puesto “una pica en Flandes” con sus inversiones y comercio crecientes en la región.
“Los distintos gobiernos de la región pueden usar esta renovada atención de variadas formas. Petro y Boric, por ejemplo, han escogido la crítica, con el propósito de ordenar a sus seguidores tras la épica antiimperialista que entusiasma a la izquierda radical”.
Para el mandatario, el asedio del crimen organizado, la penetración de los inmigrantes ilegales y el avance chino constituyen amenazas serias para la seguridad de Estados Unidos que deben ser enfrentadas tanto a nivel interno como externo. Eso explica, por ejemplo, el envío de la Guardia Nacional a combatir a la delincuencia en diversas ciudades. Su interés central es la protección de EEUU y por eso se espera que la Estrategia de Seguridad Nacional, que está siendo redactada por el subsecretario de Defensa Elbridge Colby, ponga el acento en la seguridad interior de Estados Unidos y asigne un rol determinante a la ratificación de la influencia norteamericana en el Hemisferio Occidental.
Los hechos parecen confirmarlo. Diversas medidas adoptadas por Washington sugieren que América Latina ocupa un sitio protagónico en su diseño estratégico: la Casa Blanca movilizó tropas a la frontera con México y amenazó con atacar a los carteles de la droga; designó como terroristas a distintos grupos narcocriminales de América Latina; presionó a Panamá para que restringiera la presencia china en el Canal; desplegó una flotilla en el Caribe para atacar a lanchas narcotraficantes provenientes de Venezuela; arrojó un salvavidas financiero al gobierno de Javier Milei; apoyó la lucha anticriminal del presidente ecuatoriano Daniel Noboa, y le dio un tratamiento VIP al mandatario paraguayo Santiago Peña durante su visita a Nueva York la semana pasada (Asunción fue la sede de la Conferencia de Acción Política Conservadora en septiembre). También mantiene un diálogo abierto con la mexicana Claudia Sheinbaum y se ha enfrentado con el colombiano Gustavo Petro y el brasileño Lula da Silva (con quien tuvo, en todo caso, un breve y amistoso encuentro en la ONU).
Lo anterior indica que América Latina está de vuelta en la discusión norteamericana. Más allá de su color político, los distintos gobiernos de la región pueden usar esta renovada atención de variadas formas. Petro y Gabriel Boric, por ejemplo, han escogido la crítica, con el propósito de ordenar a sus seguidores tras la épica antiimperialista que entusiasma a la izquierda radical. Otros optaron por alinearse con Estados Unidos y obtener beneficios directos, como Milei, el salvadoreño Nayib Bukele o el dominicano Luis Abinader. Por último, hay quienes aprovechan la naturaleza transaccional y pragmática de la política exterior de Trump para negociar, pese a tener relaciones difíciles con Washington. Así lo han hecho Sheinbaum, José Raúl Mulino de Panamá e incluso Nicolás Maduro.