Cuando hablamos de productividad en Chile, tendemos a pensar inmediatamente en trabajar más horas o exprimir al máximo los recursos existentes. Pero esa mirada cortoplacista nos está quedando chica. Hoy el verdadero desafío no es producir más de lo mismo, sino transformar desde la base la manera en que generamos valor como país.
Las recientes cifras del Global Entrepreneurship Monitor 2024 dan una señal de alerta que no podemos ignorar: la intención de emprender cayó de 53% a 39%, el nivel más bajo desde 2010. Mientras el 70% de los adultos se siente capaz de emprender, casi la mitad tiene miedo al fracaso. Esta contradicción revela un problema estructural relacionado con la existencia de talento, pero no las condiciones para que éste florezca.
“La productividad del futuro no se construye optimizando procesos existentes; sino creando ecosistemas donde la innovación, el emprendimiento y la colaboración sean la norma y no la excepción. Y aquí, el sector privado tiene un rol protagónico”.
A esto se suma otro dato inquietante: según la OCDE, Chile está entre los países con más horas trabajadas por persona al año, pero con niveles de productividad por hora significativamente más bajos que el promedio. Esto refleja que la productividad no aumenta al sumar esfuerzos, sino cambiando cómo hacemos las cosas.
También hay que tener claro que la productividad del futuro no se construye optimizando procesos existentes; sino creando ecosistemas donde la innovación, el emprendimiento y la colaboración sean norma y no excepción. Y aquí el sector privado tiene un rol protagónico que cumplir.
Las empresas deben avanzar cada vez más en convertirse en catalizadoras activas del cambio, abriendo espacios para que startups y PYME sean cada vez más sus aliados estratégicos, en vez de únicamente proveedores. Esto significa repensar las cadenas de valor, incorporar nuevas voces a los procesos de toma de decisiones y apostar por la innovación abierta.
He visto de cerca cómo las grandes corporaciones están comenzando a entender que la diversidad y la inclusión son más que temas de responsabilidad social, son ventajas competitivas. Cuando incluimos más mujeres en los directorios, cuando damos espacio a emprendedores con miradas disruptivas y cuando valoramos el talento por encima de las redes tradicionales, estamos construyendo una productividad más inteligente y sostenible.
Pero no basta con la voluntad del sector privado. Todos estos propósitos requieren políticas concretas como soporte. Hablo de flexibilidad laboral real que permita conciliar vida y trabajo sin sacrificar rendimiento; de acceso equitativo al financiamiento para que los buenos proyectos no mueran en la etapa de idea; de programas que conecten experiencia con innovación, facilitando que empresas consolidadas trabajen junto a emprendedores emergentes; y de un sistema educativo que prepare a los estudiantes para los trabajos del futuro.
La productividad del siglo XXI se mide en capacidad de adaptación, en velocidad para innovar y en la habilidad para crear valor compartido.
El desafío está en nuestras manos. Podemos seguir administrando más de lo mismo, creyendo que producir más horas es suficiente, o podemos decidir transformar Chile en un país donde la productividad sea sinónimo de innovación, inclusión y propósito. Quienes se atrevan a dar ese salto serán los que lideren la próxima década; los otros se quedarán mirando cómo el mundo avanza sin esperar.