Álvaro Vidal duró menos de una semana como candidato a la Corte Suprema. Fue nominado el 22 de julio para llenar el cupo de Ángela Vivanco, pero el Gobierno retiró su nombre tras la filtración de querellas cruzadas con su expareja. Como en una comedia de Pirandello, parece imposible saber cuál es la verdad. Ella lo acusa de violencia intrafamiliar y de haberla agredido físicamente hasta fracturarle un brazo; él, en cambio, afirma ser víctima de extorsión y amenazas. Como fuere, la gravedad del conflicto hizo insostenible su postulación.
¿Era un buen candidato a la Corte Suprema? No lo sé. Tampoco sé si él tiene razón, o ella. Pero sí sé que si esto se hubiera sabido luego de que el candidato hubiera tomado posesión, nos habríamos metido en un lío monumental. ¿Imaginan el desprestigio para el Gobierno y para la propia Corte? ¿Imaginan, peor aún, la presión sobre los jueces de instancia que conocen el caso? Todo esto habría ocurrido tal cual, de no requerirse la ratificación de la nominación por dos tercios del Senado. Sin ese trámite, su nombre habría pasado colado, aunque fuera por el solo hecho de que el proceso de nombramientos era demasiado rápido.
“La ratificación senatorial entrega a los ministros de la Corte Suprema un mínimo de legitimidad democrática. ¿Cómo se justificaría excluir este filtro?”.
Esto importa, porque en julio de este año la Cámara de Diputados aprobó en primer trámite un proyecto de reforma constitucional que modifica el sistema de nombramientos judiciales y otros aspectos del llamado “gobierno judicial”. Uno de los puntos más debatidos fue, justamente, el requisito de contar con la ratificación por dos tercios del Senado para el nombramiento de ministros de la Corte Suprema. ¿Por qué? Porque, precisamente, la ministra Ángela Vivanco -cuyo cupo debía ocupar Vidal- protagonizó uno de los escándalos de tráfico de influencias más graves que ha afectado a la Corte Suprema, en el contexto del trámite de ratificación por el Senado.
Ahora el Senado deberá decidir si mantiene o no esa atribución. Como se trata de una prerrogativa propia, lo más probable es que la conserve. Pero el caso de Vidal ilustra cuán acertada fue la decisión de la Cámara. Basta revisar la lista: el Senado ratifica a los consejeros del Banco Central, al Fiscal Nacional y al Contralor General. ¿Cómo se justificaría excluir de ese filtro precisamente a los ministros de la Corte Suprema, que encabezan uno de los tres poderes clásicos del Estado?
Más importante aún: la ratificación senatorial entrega a los ministros de la Corte Suprema un mínimo de legitimidad democrática. ¿Y en qué se traduce? A veces, en cosas tan pedestres como esta: que los candidatos no tengan antecedentes personales que los hagan incompatibles con el cargo. Tal vez, en otro tiempo, se entendía que los asuntos maritales de un ministro no tenían ninguna relevancia para su función. No estoy tomando posición sobre el caso —para estos efectos, me la reservo—, pero sí que constato un hecho: ya no estamos en esos tiempos. Hoy, lo público y lo privado se cruzan, se mezclan, se observan mutuamente. ¿Qué cambió? Pues, ¿qué va a ser? ¡La sensibilidad política! El Senado está ahí para hacerla presente.
El caso Vidal no prueba que el sistema funcione bien, pero sí que podría funcionar mucho peor. A veces, basta un paso de más, o un poco de lentitud, para que una institución evite el desastre.