La inteligencia artificial (IA) se ha instalado en nuestras conversaciones cotidianas. Aparece en cafés, pasillos de oficinas y directorios empresariales como si fuera parte natural del paisaje. Según el Monitor de IA de Ipsos, Chile se declara como el país que más conoce esta tecnología en América Latina. El hallazgo sorprende, pero también revela una contradicción: mientras decimos estar familiarizados con la IA, lideramos en nerviosismo frente a ella.
Ese miedo no es menor. Una mayoría de chilenos reconoce sentir ansiedad ante esta tecnología y una parte importante teme que su trabajo pueda desaparecer en los próximos años. En el café se celebra el ingenio de ChatGPT, pero en la sobremesa surge el temor de que la máquina termine ocupando la silla propia. No hablamos solo de cifras, sino de una inquietud real que cala en la vida laboral y en las expectativas de futuro.
“El riesgo no es que la IA nos reemplace. El riesgo es que crezca en medio de la sospecha, sin confianza social y sin preparación para quienes deberán convivir con ella”.
El mercado, sin embargo, avanza con rapidez. Más del 80% de las grandes corporaciones y más del 70% en el caso de las PYME ya están experimentando con IA en sus procesos. La promesa de productividad es innegable, pero corre el riesgo de concentrarse en unos pocos sectores y territorios. Mientras Santiago empuja la adopción, regiones enteras todavía avanzan a paso lento. Esa desigualdad amenaza con agrandar la brecha de oportunidades.
Desde la perspectiva de la confianza de los consumidores, también hay un desafío pendiente: el 83% de los chilenos quiere que las empresas digan con claridad si están usando IA en sus productos o servicios. La privacidad, la manipulación de datos y la desinformación no son miedos abstractos, son parte de las conversaciones de la calle. Y en un mercado desconfiado, el mero entusiasmo tecnológico no basta para sostener la innovación.
El Estado ha dado pasos en regulación y actualización de políticas. Bien. Pero no alcanza. Chile necesita una estrategia de país que articule a todos los actores: Estado, empresas y ciudadanos. La responsabilidad también recae en el sector privado, que debe entender que la inversión crítica no está solo en la implementación de softwares o algoritmos, sino en la legitimidad que otorga un consumidor informado y un trabajador capacitado.
Porque la pregunta ya no es si la IA transformará nuestras industrias. La cuestión central es cómo lograremos que esa transformación sea aceptada y confiable para quienes consumen, trabajan y viven sus efectos día a día. Sin ese componente humano, la promesa tecnológica se vuelve frágil.
Chile no necesita más fe ciega en el progreso digital. Necesita dirección, reglas claras y empresas capaces de explicar qué hacen y por qué lo hacen. El riesgo no es que la IA nos reemplace. El riesgo es que crezca en medio de la sospecha, sin confianza social y sin preparación para quienes deberán convivir con ella.
La paradoja es evidente: tememos más de lo que sabemos. La pregunta es si seremos capaces de transformar ese miedo en la fuerza que haga de la IA un socio legítimo del talento y del consumo en Chile, y no un simple sustituto.