Editorial

Crisis en el aeropuerto de Santiago

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De la mano del sólido crecimiento de la economía y una mejoría en los ingresos de los chilenos, junto con una reducción de las tarifas y un fuerte aumento de los visitantes del extranjero, Chile ha registrado en el último cuarto de siglo una impresionante expansión de su tráfico aéreo, equivalente a casi 2,5 veces el avance del Producto Interno Bruto (PIB) y que ha sido particularmente vigorosa en los últimos años. En el mismo lapso, el aeropuerto internacional Arturo Merino Benítez (AMB) de Santiago -el principal del país- ha tenido diversas ampliaciones en su capacidad que, sin embargo, al poco correr del tiempo han quedado cortas con el flujo efectivo de pasajeros que transita por la terminal.

Como señaló hace poco el vicepresidente ejecutivo de Latam, Juan Enrique Cueto, durante la última cumbre de la Asociación de Transporte Aéreo de Latinoamérica y el Caribe (ALTA), “el aeropuerto de Santiago ya quedó chico”, y se requiere infraestructura en línea con el explosivo aumento en la demanda, que situó en 20 millones de pasajeros hacia 2016, superior a lo que actualmente se está planificando para hacer crecer el aeropuerto.

Del colapso de estos días en Pudahuel se podría decir de todo, excepto que no se ha tratado de una situación previsible. De hecho, el aumento de los viajes de chilenos y extranjeros es un indicador positivo que habla de una economía saludable. De ahí que, de una parte, urge que las soluciones y proyectos que maneja la autoridad incorporen una proyección más acorde con lo que ha ocurrido en el país en los últimos años. Y, en lo inmediato, es necesario buscar soluciones coordinadas entre autoridad, concesionaria y aerolíneas para superar la actual crisis.

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