Fallo del caso SQM
La absolución de los ocho imputados en el caso SQM es la mayor derrota institucional que ha enfrentado el Ministerio Público desde la reforma procesal penal. Tras 11 años de investigación y casi tres de juicio oral, la justicia desestimó todas las acusaciones por cohecho, soborno y delitos tributarios, en una causa que pretendía ser emblema en el combate al llamado financiamiento irregular de la política. La sentencia fue categórica en sostener que la Fiscalía vulneró el derecho de los imputados a ser juzgados en un plazo razonable, criticó la debilidad probatoria e hizo hincapié en la falta de prolijidad, que el propio tribunal calificó como “poco diligente”.
Las fallas descritas dan cuenta de un desempeño que ha parecido confundir celo persecutorio con eficacia, lo que ha terminado dañando no solo las garantías procesales, sino la reputación de los afectados, de las empresas involucradas y la credibilidad del sistema penal, todo ello sin considerar el costo emocional para las familias.
El caso, iniciado en 2014, y que involucró a figuras públicas de alta notoriedad, como el exsenador y exministro Pablo Longueira, el exgerente general de SQM Patricio Contesse y el candidato presidencial Marco Enríquez-Ominami, derivó en una de las investigaciones más extensas de la historia judicial chilena, tras 560 jornadas de juicio, más de 14 mil documentos presentados, una veintena de fiscales intervinientes y costos que superaron los $ 2.000 millones. Pese a esa magnitud, la Fiscalía no logró acreditar los hechos más allá de toda duda razonable. Las magistradas fueron explícitas en que la dilación del proceso afectó la calidad de la prueba -de hecho, 13 testigos fallecieron en el curso del proceso- y en que documentación clave, como correos electrónicos, boletas y peritajes tributarios, carecieron de sustento para configurar siquiera la tipicidad de los delitos imputados.
El Tribunal no se limitó, así, solo a absolver, sino que dictó una censura institucional a la Fiscalía. Reprochó la práctica del Ministerio Público de acumular investigaciones, extendiendo artificialmente los procedimientos y generando entornos procesales inabarcables, y a ello sumó la vulneración de garantías básicas, donde las deficiencias del ente persecutor terminaron afectando los derechos de los acusados y la confianza pública en la imparcialidad del sistema.
La pregunta vuelve: ¿quién controla a los fiscales? En teoría, el sistema ofrece contrapesos -tribunales, órganos querellantes, mecanismos de revisión-, pero en este caso ninguno operó con eficacia. Las lecciones son operativas y apuntan a una gestión de causas con límites temporales exigibles; gobernanza probatoria; cadena de custodia y trazabilidad documental reforzadas; y equipos con mayor formación en prueba económica y tributaria, entre otros.
La persecución penal de eventuales delitos que cruzan política y empresa es imprescindible, pero hacerlo sin rigor, desmesura o demora mina la vigencia del Estado de derecho, la igualdad ante la ley y la seguridad jurídica.
El fallo desnuda un método que no estuvo a la altura del estándar exigible y corresponde al Ministerio Público —y al sistema en su conjunto— corregir rumbos: menos grandilocuencia, más técnica; menos “megacausa”, más foco; menos tiempo muerto, más prueba decisiva., de manera que el próximo caso emblemático se resuelva por la fuerza de la evidencia y no por la fatiga del proceso.