La integridad como política pública
El Gobierno presentó recientemente un proyecto de ley para fortalecer el rol de la Contraloría, en un contexto en que la confianza ciudadana en las instituciones públicas sigue decreciendo, ante la multiplicidad de casos de corrupción y mal uso de recursos públicos. Tal priorización hacia el término de la actual administración -que parece estar en sintonía con los abundantes reconocimientos al organismo fiscalizador por ser eficiente en su mandato-, aborda una serie de demandas de larga data. Sin embargo, el debate no debiera desplazar la discusión sobre el desafío central del sector público de avanzar desde una lógica meramente sancionatoria hacia una cultura de integridad institucional, que impregne a todo el quehacer público.
En los últimos meses, tras un cambio de enfoque de trabajo, la Contraloría ha logrado identificar ineficiencias y malas prácticas en licencias médicas, permisos municipales y programas sociales, todo lo cual ha reforzado la idea de que con mayores atribuciones alcanzaría una gestión aún más eficiente. Cuántas más facultades requiere es parte del debate legislativo; el desafío de fondo, es cómo transformar tal confianza institucional en una política permanente del Estado y no en una virtud circunstancial.
No basta con perfeccionar herramientas administrativas si no se impulsa un modelo de integridad pública que se anticipe a la corrupción y que involucre, al menos, prevención, transparencia e integridad en los procesos críticos. Países que han logrado altos estándares de probidad -como Nueva Zelanda y Canadá- han optado por sistemas que combinan auditorías en tiempo real, acceso abierto a datos públicos y capacitación continua de funcionarios. Por el contrario, la complejidad excesiva, como ocurre en Chile, abre espacio para la discrecionalidad y la confusión.
La transparencia y la rendición de cuentas requieren, asimismo, que los ciudadanos dispongan de acceso permanente al uso de los recursos, contratos y desempeño de las instituciones. Organismos internacionales recomiendan la publicación automática de datos -sin necesidad de solicitudes formales-, a diferencia de Chile, donde la información suele presentarse de forma fragmentada o técnica, lo que dificulta un control social efectivo.
Procesos críticos como licitaciones, concesiones y contrataciones públicas son, por otro lado, los que concentran mayores riesgos de corrupción. Los informes de auditoría muestran deficiencias reiteradas, con contratos sin respaldo documental, pagos duplicados o falta de control en la ejecución presupuestaria. A más de 20 años del caso MOP-Gate persisten vacíos que dan pie a irregularidades, menos escandalosas, pero igualmente dañinas.
Aunque, a lo largo de las últimas décadas diversas comisiones han coincidido en los mismos ejes, sus conclusiones han quedado, una y otra vez, en diagnósticos sin continuidad. Y en este marco, el Ejecutivo enfrenta aquí su propia prueba de coherencia. Promover un fortalecimiento institucional de la Contraloría es un paso correcto, pero exige consistencia con los estándares que se pretenden reforzar. Resulta inevitable observar que, mientras se impulsa un proyecto para ampliar las herramientas de control, persisten en el entorno gubernamental casos que tensionan el discurso de probidad. La credibilidad de toda reforma depende, en última instancia, de que quienes la promueven encarnen los principios que buscan consolidar.
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