Henry Boys
Es común apreciar una exaltación del concepto de "democracia", en donde pareciera dotársele más bien de un contenido finalista que de uno medial, como sería lo propio para un sistema político. Y semejante malentendido es la expresión visible de un problema filosófico mucho más profundo, el cual se podría sintetizar en la pregunta: ¿nos es lícito, como sociedad, decidir sobre cualquier cosa?
Esta interrogante se enmarca en lo que la doctrina ha denominado "democracia material": el fondo que subyace la forma. Para Richard Dworkin, filósofo y constitucionalista, semejante conflicto centra su origen en las dos concepciones de la democracia moderna, soportadas a su vez por dos formas de entender la acción colectiva y al ser humano como su artífice, a saber: una democracia liberal o nominalista, en donde se concibe a la persona como un ente aislado y, en consecuencia, a la democracia como un cúmulo estadístico de decisiones que conforman en conjunto la voluntad general (en la línea de pensamiento roussoneana); y una segunda visión que, en cambio, concibe a la acción individual en su necesario efecto comunitario, entendiendo que el ser humano en sociedad es un sujeto en relación y que, por lo tanto, la democracia no puede ser reducida a una mera estadística de los votos individuales, sino que tiene que considerar también la realidad de las comunidades en las cuales cada individuo se inserta.
La democracia no es viable sin valores absolutos, es decir, sin una necesaria referencia al Bien Común, en tanto la libertad del hombre (fundamento directo de cualquier sistema político participativo) no existe sin lo que la filosofía denomina otredad (noción de un otro). En efecto, para que exista la idea de libertad en el hombre debe existir un otro a quién este pueda demandar su autonomía, situación graficada de forma ejemplar en la película "el náufrago", donde se nos muestra que Tom Hanks en una isla desierta debió crear a Wilson para, entre otras cosas, sentirse libre y recobrar humanidad.
Cuando nuestra libertad reconoce necesitar a un otro, la democracia reconoce la necesidad de respetar a ese otro en la toma de decisiones. Y si tanto la democracia como la libertad reconocen límites intrínsecos, es sencillo entonces comprender que no todo es debatible y que existen posturas que, por mucho que se autodenominen democráticas, en la práctica no lo son, desde que vulneran ese contenido mínimo irrenunciable que forma parte de la democracia misma y que le permite existir.