Inteligencia artificial, estupidez natural
MARÍA JESÚS IBÁÑEZ Abogada especializada en tecnología
En 1950, Alan Turing propuso un test simple: si una máquina puede engañar a un humano haciéndole creer que es humana, entonces es inteligente. Setenta y cuatro años después, el test quedó obsoleto. No porque las máquinas sean más inteligentes, sino porque descubrimos algo peor: nunca supimos verdaderamente qué significa ser humano.
Una inteligencia artificial (IA) puede procesar millones de datos sobre lo que sea, escribir elegías que harían llorar a Borges y calcular con precisión actuarial cuándo vas a estirar la pata. Pero las máquinas (hasta próximo aviso) no pueden crear, no pueden morir y no pueden amar. Pueden replicar patrones y simular los gestos, pero les falta la desesperación que los hace reales.
“La verdadera inteligencia es la que nos muestra que el test de Turing estaba mal planteado. No se trata de si la máquina puede imitar al humano, sino de por qué el humano es tan difícil de imitar”.
¿Por qué creamos? Por la misma razón que dos adolescentes embelesados garabatean sus iniciales en un árbol. No porque vaya a cambiar algo. No importa que el árbol se vaya a pudrir, importa el acto. La hermosa inutilidad del acto.
La IA crea porque le pedimos que cree. Nosotros creamos porque no podemos no hacerlo. Porque el silencio de la eternidad nos resulta insoportable y preferimos llenarlo con algo, aunque sea por un rato.
La verdadera inteligencia no es la que pasa el test de Turing. Es la que nos muestra que el test estaba mal planteado desde el principio. No se trata de si la máquina puede imitar al humano, sino de por qué el humano es tan difícil de imitar.
Kierkegaard describió el amor como un “salto de fe” que requiere abandonar la seguridad de la razón. Entregarse a otro sin garantías va contra toda lógica de autopreservación. Aquí se revela la diferencia abismal entre la consciencia artificial y la humana: nosotros poseemos la capacidad extraordinaria de elegir deliberadamente la vulnerabilidad. Vaya gloriosa irracionalidad.
¿Sabes qué más no puede hacer una IA?
Tener miedo a morir. No porque sea inmortal, sino porque nunca estuvo viva. No puede sentir el vértigo existencial de saber que todo esto —toda esta realidad hermosa y terrible— se termina. No se despierta a las 3 AM con la certeza aplastante de su propia finitud ¿Por qué tener hijos si van a sufrir? ¿Por qué enamorarse si todo amor termina en pérdida? ¿Por qué crear arte si al universo le es indiferente? ¿Por qué perseguir inútilmente logros si al final todos terminamos siendo abono? La respuesta es: porque sí, y a mucha honra.
Y para rematarla somos absolutamente impredecibles.
Mira tus conversaciones de WhatsApp ¿Cuántas veces dijiste “jajajá” sin reírte? ¿Cuántas veces pusiste “todo bien”, cuando todo estaba pésimo? Y es que el problema no está en la tecnología. Está en que hemos olvidado que esa estupidez natural —esa capacidad única de dudar, de elegir mal, de amar lo imposible, de creer en la moringa, de tener fe sin evidencia, de seguir cuando no tiene sentido— es lo que nos hace irreductiblemente humanos.