Nuestra crisis política o el fin de la “Guerra Limitada”
Socio Principal de Quiroz & Asociados
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Jorge Quiroz
“La guerra limitada requiere límites”, sostenía tiempo atrás Thomas Schelling, Premio Nobel de Economía. Y los límites suponen un cierto acuerdo entre las partes en conflicto. Los acuerdos, a menudo tácitos, se sostienen porque los partícipes saben que la guerra total deviene en un desastre. Entonces ejercen un cierto autocontrol: calculan sus maniobras justo bajo el límite por sobre el cual sobrevendría Armageddon. Las “guerras totales”, cuando ocurren entonces, son casi invariablemente la consecuencia de errores de cálculo. Salir de ellas es muy difícil, porque el diálogo desaparece. Y los ganadores usualmente son otros, distintos de los actores originales.
Sobran ejemplos en la historia. El equilibrio de fuerzas en la Europa de antes de la Gran Guerra revestía el carácter de guerra limitada –una anexión aquí, otro conflicto limitado allá– hasta que de pronto, un error de cálculo de la potencias centrales, resultó en lo que resultó. Las monarquías que iniciaron el conflicto perdieron todas su corona, con excepción de Gran Bretaña, que sin embargo perdió otro cetro aún más importante, el económico, dando paso al poderío de los Estados Unidos de América. Por su parte, la implosión de la Rusia Zarista dio a luz a otro actor, la Unión Soviética. A todas luces, un colosal error de cálculo de los partícipes originales: en la guerra total sólo ganan quienes están en los extra muros, que pasan a sustituir a los jugadores antiguos.
También hay ejemplos en economía. En mercados oligopólicos –la mayoría- las partes deciden cuidadosamente sus políticas de inversión y de precios –juegan una “guerra limitada”– evitando caer en la “guerra de precios”, el símil económico de la “guerra total”. Y las guerras de precio acaecen, como en el mundo militar, las más de las veces por errores de cálculo. Y como en las otras, salir de ellas no es fácil. Al menos por medios lícitos.
Lo que nos lleva a nuestro país. Hasta antes del ministro Peñailillo, “Alianza” y “Concertación” jugaban una “Guerra Limitada”. Un bastión de poder se ganaba aquí y otro se perdía allá. Había reglas tácitas de entendimiento y una de ellas concernía al financiamiento de la política. El tema no se sacaba a colación porque de hacerlo, ambos sabían que sería el fin: el equivalente a la guerra total. Pero el ministro en comento no parece haber leído a Schelling. Entonces rompió las reglas del conflicto y no resistió la tentación de infligir un duro golpe a la UDI, exponiéndola públicamente. La UDI quedó caricaturizada ante los medios como un mero brazo de un grupo económico particular. Pero con eso el ministro abrió las puertas de Roma: le dio entrada en el juego a los medios y redes sociales –que tienen vida propia- y de paso también, quizá, a la ambición de algunos fiscales y funcionarios anónimos, que también se mandan solos. Entre unos y otros siguieron la huella del dinero y por ese camino quedaron todos expuestos: en la siguiente batalla cayó el propio ministro y de ahí en adelante se embardunó la política completa, incluyendo a la más alta magistratura. Guerra total.
La consecuencia: un 87% de los chilenos dice confiar “poco o nada” en los partidos. Lo que cobra un caro precio. Ningún político –de los antiguos- se atreve a criticar con fuerza un calamitoso estado de cosas por miedo a sufrir un asesinato de imagen – la cosa se empieza a parecer a la mafia. El desaparecido capital social de los partidos abre la puerta para aventuras de todo tipo, lo que no debiera sorprender, porque en la guerra total emergen nuevos actores, no por nuevos, mejores que los antiguos. Por miedo a lo que les toca, los empresarios tampoco se atreven a decir las cosas por su nombre y el resultado es ausencia de diálogo genuino, lo que tampoco debiera sorprender, porque en la guerra total la comunicación desaparece.
Y como en las guerras de precio, tampoco sabemos cómo salir de esta. Al menos por medios lícitos.