Mucho se ha discutido sobre el rol del Estado en el estancamiento de la economía y las excesivas demoras en la tramitación de proyectos de inversión. Sin desconocer el evidente impacto de lo que se ha denominado como permisología, corresponde mirar también el otro lado de la balanza, pues no todas las faltas provienen desde lo público.
Uno de los principales avances del país en su camino al desarrollo ha sido la implementación de la actual institucionalidad ambiental. La creación del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) en la década de 1990 y su posterior fortalecimiento en 2010 puso a Chile en sintonía con sus pares de la OCDE en el compromiso con un crecimiento responsable. Más allá de las valoraciones individuales, las economías modernas entienden que no es posible alcanzar el desarrollo sin un crecimiento sustentable.
“Tras más de 25 años de funcionamiento del SEIA, muchas industrias prexistentes han continuado su desarrollo amparadas en autorizaciones que no responden a los estándares ambientales actuales”.
Previo a la entrada en vigencia del SEIA en 1997, el impacto ambiental era evaluado de modo fragmentario y superficial por ciertos servicios sectoriales. La creación de un organismo especializado para evaluar y hacerse cargo integralmente del impacto de la actividad empresarial supuso un cambio radical en la forma en que se aprobaban los proyectos hasta entonces. Para resguardar la seguridad jurídica de los proyectos existentes, el sistema los dejó fuera de su alcance, en tanto siguieran operando conforme a sus autorizaciones originales.
Tras más de 25 años de funcionamiento del SEIA, sin embargo, muchas industrias prexistentes han continuado su desarrollo, al margen del sistema, amparados en autorizaciones que no responden a los estándares ambientales actuales.
Hay buenas razones para cuestionar esta situación, y no solo por consideraciones ambientales. Admitir la existencia de regímenes diferenciados de funcionamiento afecta la igualdad ante la ley y la competitividad entre los distintos actores de una misma industria, distorsionando el mercado y debilitando los incentivos para invertir en mejores tecnologías y modelos de producción más sostenibles.
Para abordar este vacío, en 2012 se dictó un nuevo reglamento del SEIA que incorporó la figura de los “cambios de consideración”, estableciendo que un proyecto o actividad que experimente modificaciones significativas debe ingresar al sistema de evaluación ambiental. Así, una empresa que multiplica su capacidad productiva o modifica sustantivamente sus operaciones no puede legítimamente esperar mantenerse fuera del sistema. Es razonable que los inversionistas busquen expandir sus actividades confiando en la estabilidad de las reglas del juego, pero no es aceptable que esa expectativa se traduzca en la pretensión de operar bajo marcos regulatorios superados.
Recientemente, la Superintendencia del Medio Ambiente ha comenzado a fiscalizar con mayor rigor a aquellas industrias que han experimentado cambios sustanciales, lo que ha generado molestia en ciertos sectores empresariales, que acusan un quiebre en las confianzas. Cabe preguntarse si quien aspira a expandir su proyecto conforme a los estándares de hace 25 años no defrauda la confianza que el país depositó en él al autorizar su actividad.