Lucy Kellaway

Sexy e insípido: el nuevo uniforme para triunfar en el trabajo

Por: Lucy Kellaway | Publicado: Lunes 27 de febrero de 2017 a las 04:00 hrs.
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La vestimenta de los empleados en los bancos de inversión, las asesorías de administración y los principales bufetes de abogados es ridícula. Al igual que su forma de hablar.

Me di cuenta de esto la semana pasada cuando estaba viendo la película ‘Toni Erdmann’, una comedia alemana en la cual una joven asesora de administración recibe una visita de su padre, quien se aparece sin ser invitado, luciendo una peluca marrón enmarañada, un traje brilloso y una dentadura de tienda de bromas.

Al ver cómo su vasta y desaliñada figura atravesaba la reluciente oficina, se me ocurrió que el personaje absurdo no era el padre, quien apenas podía hablar debido a su boca llena de dientes disparejos. Los más absurdos eran los asesores, todos radiantes y bellos, y todos iguales.

En la última década, la apariencia de las personas en los trabajos mejor pagados se ha vuelto más uniforme y más extrema. Existe un código no escrito que todo el mundo tiene que seguir y dice así: primero, nada es demasiado caro; segundo, nada es demasiado bien definido; y tercero, nada es demasiado insípido.

Nadie se atreve a lucir su individualidad. La única forma de destacarse es verse más impecable y más rico que los demás. Estas reglas se aplican igualmente a hombres y mujeres, sólo que las mujeres tienen que saltar una barrera adicional. Las mujeres tienen además que lucir lo más sexy posible sin caer en el mal gusto. Alguien como Sheryl Sandberg, la directora de operaciones de Facebook, lo tiene claro. Kim Kardashian, no.

La joven asesora de administración que aparecía en ‘Toni Erdmann’ tenía el uniforme perfecto. Sus tacones eran altos y la tela de sus trajes oscuros dejaba lucir el atractivo contorno de su trasero y sus vestidos sin mangas exhibían la firmeza de sus brazos.

Lo mismo sucede en la vida real. Hace poco tuve que dar una charla en un importante estudio de abogados estadounidense a las 11 de la mañana. Habían ocho abogadas en el salón, cinco de las cuales tenían el ‘look’ de Sandberg con ajustados e implacables vestidos de colores lisos y tacones imponentes y peligrosos. No sé exactamente en qué momento el trabajo se convirtió en esto —una rígida fiesta de cóctel, sin los cócteles— pero es vagamente preocupante.

Con buena razón protestamos cuando las recepcionistas son obligadas por sus jefes a llevar incómodos zapatos de tacones altos, pero no lo hacemos cuando se trata de las mujeres que se sienten obligadas a vestirse así porque lo exigen sus colegas.

Estas industrias emplean a personas ambiciosas y competitivas y no es sorprendente que la ropa se vuelva tan competitiva como todo lo demás. Los edificios donde trabajan empeoran la cosa. Las empresas bancarias y de asesoría compiten entre sí para ser las más relucientes, las más a la moda, las más insípidamente ostentosas y animan a la gente que trabajan en ellas a hacer lo mismo. Al volverse más excesivos los arreglos florales, los espacios de piedra, el arte moderno, lo mismo sucede con los zapatos, las carteras y los trajes de las personas que trabajan en estos establecimientos.

La forma de vestir de las personas desenmascara dos de las grandes mentiras de la vida corporativa: la diversidad y la autenticidad. Hace poco asistí a un congreso de mujeres en Asia, patrocinado por un banco de inversión global. En la pantalla, las palabras “El Poder de la Autenticidad” eran enormes, y mirándolas se encontraban 700 mujeres perfectamente vestidas y con tacones altos, tragándose sin cuestionar una serie de clichés sobre cómo ser auténticas. La única diversidad en evidencia era que mientras algunas llevaban Miu Miu, otras vestían atuendos de Diane Von Furstenberg y Burberry.

La semana pasada me aparecí en una reunión en un banco de inversiones en botas de tacón bajo y un vestido sencillo de pana azul marino de Uniqlo que costaba 29,99 libras (US$ 37,5). Era más o menos la talla correcta, bastante nuevo y limpio. La única piel que quedaba a la vista era la de las manos, el cuello y la cara. Era un atuendo práctico, modesto y cómodo.

Al mirar a los demás, hombres en trajes de corte fabuloso y mujeres con chaquetas entalladas y discretos aretes de oro, me sentí tan extravagante como Toni Erdmann. Me encontraba en una situación de evidente desventaja. Yo era un espécimen raro, un mendigo y claramente inferior.

No estoy segura de quién se beneficia de este código de vestir súper reluciente, súper insípido. Posiblemente los clientes van a confiar más en consejeros que se visten como profesionales, pero sólo hasta cierto punto. A los clientes no les puede gustar sentirse sistemáticamente peor vestidos.

O tal vez el punto sea que, al humillar sutilmente a sus clientes, los banqueros, abogados y asesores los pueden dominar más fácilmente, reduciendo la probabilidad de que los clientes se quejen de los honorarios que permiten que tales atuendos tan extravagantes sean posibles.

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