27F, 3:34am
Dan ganas de no recordarlo. Pero todo nos habla de esa fatídica noche. Donde sea que hayamos estado, la vivimos igual, en toda su crudeza....
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Padre Hugo Tagle
Dan ganas de no recordarlo. Pero todo nos habla de esa fatídica noche. Donde sea que hayamos estado, la vivimos igual, en toda su crudeza, espanto; sintiendo la misma impotencia ante una naturaleza que se reveló en todo su rigor e inclemencia.
El temor nos embargó por una buena cantidad de minutos y nos acompañó a lo largo de todo el día siguiente, o sea hoy. Cruzó las ciudades, pueblos, estratos sociales, edades, por igual. Abordamos y sufrimos esos momentos de horror con la misma disposición de ánimo o, mejor dicho, sin ninguna: simplemente esperar, dejar que pase, pensar que era una pesadilla, invitar a la calma y calmarse a su vez. Algunos corrieron, otros se mantuvieron en pie como se pudo; se abrazaron, rezaron, esperaron que esa onda que venía de todas partes como un fantasma llegara a su fin. Y luego la calma. La desazón ante el desastre.
Y cuando pensábamos que todo había teminado, llega lo peor. El maremoto barrió las pocas esperanzas que se mantenían en pie. No nos tocó a todos, pero es como si lo hubiésemos vivido en carne propia. Ese “tranquilo mar que te baña” que cantamos en la canción nacional, nos jugó una mala pasada, la peor de todas ¡Cuánto dolor, cuánta desazón y tristeza en tan pocos minutos!
El terremoto puso en evidencia nuestras fragilidades. Muchas de ellas las seguimos contemplando a un año de esa catástrofe. Aún hay zonas en el suelo. Limpias, despejadas, pero sin un solo poste en pie. Otras, han logrado superar lo peor y se notan claros avances en la reconstrucción. Nadie dijo que sería fácil levantarse. El terremoto reveló también que no es solo cosa de buena voluntad y empeño. No se trata de reconstruir sin más, sino que requiere un orden, protocolo, que viene a ser un punto débil más en este organigrama: casas sin dueños, viviendas brujas, malos planos de urbanización, años de construcciones improvisadas, se han dado cita en este festín de desconciertos en que, por una parte, hay ganas y medios de reconstruir y, por otra, falta la mínima organización para que sea posible.
Pero el terremoto mostró también lo mejor de nosotros. Un espíritu solidario a toda prueba, capacidad de innovación, creatividad y sagacidad. Un empuje notable, sobre todo en las mujeres y madres de familia; “aperradas” y entregadas hasta el martirio. Se mostraron miles de héroes anónimos que siguen siendo faro y luz para el alma patria golpeada. Desde el cura de Curepto que perdió Iglesia, madre y casa pero no escatimó esfuerzos en ayudar a su gente, hasta la niña de la campana en Juan Fernández que, sin temor ante el monstruo marino que amenazaba, sacó fuerzas para salvar con un simple toque a toda una comunidad.
Es hora de una profunda reflexión. Que vuelva a brotar lo mejor de nosotros mismos. Tenemos la posibilidad de hacer las cosas bien. No la dejemos pasar.