Elección en España
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n entrevista con Diario Financiero, un conocido analista de la realidad española sostenía que lo que se jugaba en la elección del pasado domingo “es lo fundamental: su futuro del punto de vista constitucional. Su supervivencia como un proyecto colectivo que tiene más de 500 años”. Difícil imaginar una vara más alta para el gobierno que acaba de imponerse en las urnas.
En términos de proceso democrático, la elección española tuvo de dulce y agraz. Por un lado, pese a ser la tercera en tres años, contó una participación inédita de más de 75,8%; la confianza de los ciudadanos en las urnas para poner fin a la legislatura más accidentada en décadas resulta, en tiempos de dudas sobre la democracia y sus lógicas, especialmente alentadora.
Por otra parte, el Partido Socialista Obrero de España (PSOE) ganó con el 28,75% de los votos —123 de 350 escaños en el Parlamento—, lo que significa que ningún partido o coalición (Partido Popular, Podemos, Ciudadanos, Vox) obtuvo una mayoría social clara, de al menos un tercio de la votación. Este fenómeno aqueja a otras democracias consolidadas, pero es en particular el caso de España en memoria reciente, donde los altibajos de los principales actores del sistema de partidos han lastrado la gestión de los últimos gobiernos, de distinto signo, en alta medida producto de sus propias falencias y errores.
En ese contexto de fragmentación parlamentaria, situaciones como la de Cataluña y sus pulsiones autonomistas, la oleada de inmigración informal, o los escándalos de corrupción política complican aun más la gobernanza, y ponen a prueba tanto la capacidad de las instituciones como la confianza (y la paciencia) de la ciudadanía. Se suman desafíos de marca mayor para una economía que aún no termina de subirse al carro de la Europa más desarrollada: envejecimiento, pensiones y gasto público; mercado laboral y revolución industrial; déficit, necesidad de reformas estructurales y ralentización.