Columnistas

La casa común

José Antonio Viera-Gallo Embajador de Chile en Argentina

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Los cambios se aceleran en América Latina, sacudida como está por la desaceleración china, los escándalos de corrupción que involucran al sector público, al mundo privado y a organizaciones no gubernamentales como el fútbol, y unos ciudadanos más informados y exigentes con los gobernantes. La gente se inquieta porque el horizonte del prometido desarrollo parece alejarse y las perspectivas de progreso una vez más se diluyen.

No es de extrañar que las consignas políticas en boga sean sinceridad, normalidad, eficiencia y transparencia. M. Macri insiste que Argentina debe ser un “país normal” y que “debe volver al mundo”, interpretando el anhelo vastos sectores sociales. Importantes medidas adoptadas para lograrlo han alcanzado un apoyo transversal en el Congreso. La gente pide realismo y está dispuesta a aceptar sacrificios, si ve la luz al final del túnel. Lo que rechaza es el desgaste en inútiles disputas bizantinas mientras arrecia el temporal.

Cuando la vida se vuelve más difícil, la gente desconfía de las promesas etéreas y busca resolver los desafíos de la vida cotidiana. Tener trabajo, conservarlo o encontrarlo se vuelve una preocupación central. Muchos temen perderlo. Igualmente importante es la preocupación por la seguridad, el rechazo a la delincuencia y al crimen organizado, en especial el narcotráfico. Las grandes ciudades de América Latina -comenzando por Caracas- se han vuelto amenazantes.

La tarea principal es reafirmar los cimientos de una “casa común” para todos, en que cada cual pueda vivir libre y solidariamente, protegido y acogido. Hoy esa edificación es frágil, sus muros dejan pasar el vendaval y su techo el aguacero y, además, le cierras las puertas a algunos, mientras que otros no comparten su vida, ni sus proyectos y anhelos, recelosos de ser expulsados a la intemperie.

Enfrascados en múltiples conflictos y recriminaciones, muchos no logran visualizar un camino de salida. N. Bobbio decía que en tales momentos se vuelve palpable que la vida individual y colectiva se asemeja a un laberinto cuya salida hay que buscar afanosamente. Es el desafío de la libertad. No somos como los peces que se agitan sin sentido atrapados en la red.

Si nos detuviéramos a reflexionar, percibiríamos que Chile tiene todos los elementos para superar el desafío: el camino de desarrollo de estos años, más allá de sus limitaciones e insuficiencias, es un terreno fértil para pensar y diseñar un futuro promisorio entre todos. Un solo botón de muestra: si queremos que Chile sea un puente hacia el Pacífico, debemos priorizar la modernización de nuestros puertos, las vías de comunicación con Argentina y demás países del cono sur y los servicios anexos al comercio internacional. Otro tanto debiera ocurrir con los embalses para canalizar las aguas y evitar que se pierdan en el mar o con la interconexión energética.

Hemos avanzado. Pero hay que acelerar el tranco.

Sin duda, ese esfuerzo en infraestructura debería ser un eje clave en los debates públicos. De su resultado dependerá el éxito de nuestro país y su capacidad para ampliar y solidificar la “casa de todos”.

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