Que sí, que no, que nunca te decides
JOSÉ MIGUEL ALDUNATE Director de estudios del Observatorio judicial
En los últimos meses, la aplicación de la prisión preventiva en Chile ha oscilado con una liviandad preocupante. Jorge Valdivia, Cathy Barriga, Daniel Jadue, Luis Hermosilla y Manuel Monsalve entran y salen, entran y salen de la prisión preventiva, sin que el público logre entender por qué. Esta situación revela algo más que desprolijidad procesal: deja en evidencia una jurisprudencia que carece de criterios claros sobre cuándo corresponde aplicar la medida cautelar más gravosa del ordenamiento penal. El resultado no solo vulnera derechos, sino que erosiona la legitimidad de los tribunales y expone a la justicia al escarnio público.
“Ante criterios dispares sobre prisiones preventivas crece el incentivo a recurrir por todas las vías, lo que sobrecarga el sistema y profundiza la inseguridad jurídica”.
En efecto, la tentación de dictar prisión preventiva es comprensible. Los jueces de garantía enfrentan una presión mediática considerable y un discurso instalado que los acusa de operar como una “puerta giratoria”, favoreciendo la impunidad. Parte importante de la ciudadanía no distingue entre prisión preventiva y condena. Así, cuando se concede la libertad provisional, muchos lo interpretan como una absolución. Los medios, lejos de aclarar, amplifican el escándalo. En ese contexto, no sorprende que algunos jueces fallen según el estómago más que según reglas claras. Pero la ganancia de popularidad es momentánea: a la larga, cuando las prisiones preventivas vienen y van sin coherencia, se deslegitima todo el sistema.
En cuanto a los fiscales, es legítimo que soliciten la prisión preventiva si estiman que se cumplen los requisitos. En pedir no hay engaño. Pero el público no es ingenuo: percibe con claridad la disparidad de esfuerzos entre los casos emblemáticos y el resto de las causas. Esa selectividad, aun si responde a criterios de priorización estratégica, refuerza la percepción de arbitrariedad y alimenta el descrédito general.
La prisión preventiva no es una pena anticipada ni una señal ejemplificadora. Es una medida excepcional, justificada solo por riesgos concretos: fuga, obstaculización o peligro. Así lo dicen la Constitución, la ley y los tratados internacionales. Pero la práctica muestra otra cosa: imputados con acusaciones graves quedan con firma mensual, mientras otros, con antecedentes menos alarmantes, son enviados a prisión.
Esa inconsistencia, además, genera un descalabro procesal. En teoría, las decisiones de prisión preventiva deben revisarse vía apelación ante las cortes. La Corte Suprema solo interviene excepcionalmente, a través del recurso de amparo. Sin embargo, ante criterios dispares entre la Suprema y las cortes de Apelaciones, se multiplica el incentivo a recurrir por todas las vías. Eso no solo sobrecarga el sistema, también profundiza la inseguridad jurídica. Si las cortes y los jueces de garantía aplicaran con mayor rigor los estándares fijados por la Suprema, buena parte de esta proliferación de recursos podría evitarse.
En ese sentido, es una buena señal que la Corte Suprema, en fallos recientes como los de Monsalve y Barriga, haya recordado que la prisión preventiva exige una fundamentación seria, concreta y orientada al futuro. Ojalá el resto del sistema esté a la altura.