Crisóstomo
Por Padre Raúl Hasbún
Por: Equipo DF
Publicado: Viernes 13 de septiembre de 2013 a las 05:00 hrs.
Significa, en griego, “boca de oro”. San Juan Crisóstomo, Obispo, Doctor de la Iglesia y Patrono de los predicadores, vivió en Constantinopla entre los siglos IV y V de nuestra era. Puso su elocuencia al servicio de la predicación sagrada, fustigando las conciencias y denunciando el abuso de los poderosos, sin falso respeto humano. Su fiesta se celebra hoy, 13 de setiembre.
Su apelativo popular, Crisóstomo, va más allá de un elogio admirativo por el recto uso del lenguaje. El don de la palabra es un talento que, como todos, viene de Dios y exige ser invertido en la edificación de las personas y de la Iglesia. En la Iglesia existe el Ministerio de la Palabra, es decir, una consagración del predicador que le pone al servicio de lo que Dios le ha dicho y encargado transmitir al mundo. No cualquiera puede predicar, ni es lícito predicar cualquier cosa y de cualquier manera. Palabra es uno de los nombres de Dios, y cada verbo humano está llamado a ser imagen y semejanza del Verbo divino. Importa, por cierto, que la predicación se ciña a las leyes de la retórica y brille por una austera belleza formal. Pero metafísicamente la belleza no puede vivir separada de la verdad y de la bondad moral, cuya máxima expresión y fruto es la caridad. Boca de oro merece llamarse el que predica a Cristo, como Cristo, por las razones y finalidades por las que predicó Cristo, con la autoridad de Cristo, autentificada por la Iglesia de Cristo.
Más allá del oficio de predicar, reservado a los ministros de la palabra, cada ser humano tiene la vocación de ser boca de oro. La Biblia abunda en pasajes de condena a los “pecados de la lengua”: charlatanería, murmuración, imputaciones temerarias, difamación, falso testimonio, mentira, adulación, jactancia, caricaturización. En positivo, los textos sagrados llaman a pronunciar palabras que convoquen, unan, instruyan, construyan, alienten la esperanza, regocijen, muevan el corazón a amar más y mejor. Por una palabra logró el demonio sembrar en Eva y Adán la desconfianza hacia Dios y la desobediencia a sus mandatos. Por una Palabra (“hágase, Padre, tu voluntad”) rehízo Dios todo lo que aquella otra palabra había deshecho.
“Paz”, es hoy, la palabra requerida con mayor y vital urgencia. Centenas de millones la repitieron, en oración y ayuno, el sábado pasado. Y al día siguiente, el vocero de la mayor potencia bélica del mundo se enredó en un discurso impensado, dando pie a que su contraparte rusa ideara el mecanismo para impedir la agresión: ahora EEUU esperará la entrega por Siria de sus armas químicas a un organismo internacional. Si esa palabra, Paz, continúa impregnando el universo, logrará que con igual presteza se eliminen las armas químicas que destruyen, por millones, vidas inocentes aun no nacidas.
Su apelativo popular, Crisóstomo, va más allá de un elogio admirativo por el recto uso del lenguaje. El don de la palabra es un talento que, como todos, viene de Dios y exige ser invertido en la edificación de las personas y de la Iglesia. En la Iglesia existe el Ministerio de la Palabra, es decir, una consagración del predicador que le pone al servicio de lo que Dios le ha dicho y encargado transmitir al mundo. No cualquiera puede predicar, ni es lícito predicar cualquier cosa y de cualquier manera. Palabra es uno de los nombres de Dios, y cada verbo humano está llamado a ser imagen y semejanza del Verbo divino. Importa, por cierto, que la predicación se ciña a las leyes de la retórica y brille por una austera belleza formal. Pero metafísicamente la belleza no puede vivir separada de la verdad y de la bondad moral, cuya máxima expresión y fruto es la caridad. Boca de oro merece llamarse el que predica a Cristo, como Cristo, por las razones y finalidades por las que predicó Cristo, con la autoridad de Cristo, autentificada por la Iglesia de Cristo.
Más allá del oficio de predicar, reservado a los ministros de la palabra, cada ser humano tiene la vocación de ser boca de oro. La Biblia abunda en pasajes de condena a los “pecados de la lengua”: charlatanería, murmuración, imputaciones temerarias, difamación, falso testimonio, mentira, adulación, jactancia, caricaturización. En positivo, los textos sagrados llaman a pronunciar palabras que convoquen, unan, instruyan, construyan, alienten la esperanza, regocijen, muevan el corazón a amar más y mejor. Por una palabra logró el demonio sembrar en Eva y Adán la desconfianza hacia Dios y la desobediencia a sus mandatos. Por una Palabra (“hágase, Padre, tu voluntad”) rehízo Dios todo lo que aquella otra palabra había deshecho.
“Paz”, es hoy, la palabra requerida con mayor y vital urgencia. Centenas de millones la repitieron, en oración y ayuno, el sábado pasado. Y al día siguiente, el vocero de la mayor potencia bélica del mundo se enredó en un discurso impensado, dando pie a que su contraparte rusa ideara el mecanismo para impedir la agresión: ahora EEUU esperará la entrega por Siria de sus armas químicas a un organismo internacional. Si esa palabra, Paz, continúa impregnando el universo, logrará que con igual presteza se eliminen las armas químicas que destruyen, por millones, vidas inocentes aun no nacidas.
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