El envidioso, hijo de un dios menor (y II parte)

Es importante, prestar atención con esmero al curso de los pensamientos, porque la envidia es una planta que se expande en la medida en que uno tiende a replegarse en sí mismo y a reflexionar y murmurar con maldad sobre los demás.

Por: | Publicado: Viernes 3 de mayo de 2013 a las 05:00 hrs.
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POR GIOVANNI CUCCI, S.J.*




La envidia como vicio político y social


Es notable el peso de la envidia en las relaciones internacionales: en ella a menudo se ha reconocido la causa principal de las guerras. También otros componentes de la vida pública, aparentemente más inocuos y pacíficos, recurren a los mismos mecanismos emotivos advertidos en la envidia. Pensemos, por ejemplo, en la publicidad: ésta recurre, exactamente como la envidia, a lo que no se tiene y tal vez tampoco se desearía si no se viese concretamente en el amigo, el vecino, el pariente, el conocido, la sociedad o el Estado limítrofe: “Toda la industria publicitaria puede visualizarse como una máquina grande y compleja para generar envidia (…). Yo creo que la envidia comienza en los sueños, a menudo cuando son con los ojos abiertos. Uno de los temas más importantes de nuestros sueños está representado por las cosas que no tenemos, no podemos tener y tal vez además no deberíamos tener. Y ésas son también las cosas que los demás suelen tener. ¿Por qué ellos? ¿Por qué no nosotros?”.

En la sociedad actual, sumamente competitiva, que selecciona sin piedad en la carrera al éxito, la envidia encuentra terreno fácil de desarrollo y prosperidad. Así, los medios de comunicación masiva ponen a la vista personajes posibles de envidiar por la edad, la belleza, la celebridad, el dinero, el cónyuge, los reconocimientos. Como confiaba un actor: “La envidia es un componente típico del ambiente que frecuento: el del espectáculo. Las clasificaciones del dinero percibido por las películas, así como los indicadores televisivos publicados en todos los diarios, provocan ciertamente grandes rivalidades y envidias terribles entre los actores. He aquí el punto: mi envidia nace únicamente cuando mis colegas logran tener más éxito que yo. De hecho no puedo envidiar a personas que no hacen el mismo trabajo que yo”.

La medida en que la envidia constituye un peligro sutil e inextirpable, incluso en las más esmeradas elaboraciones de la justicia social, se puede observar a partir del análisis llevado a cabo por el filósofo J. Rawls en su obra Teoría de la justicia. En este texto, él describe de manera compleja y brillante una sociedad capaz de conceder a todos sus miembros las mismas oportunidades y una igualdad de tratamiento por cuanto ninguno de los miembros puede conocer su posición efectiva en la sociedad. Es la famosa hipótesis del “velo de ignorancia”, característico del contrato estipulado por cada miembro con la sociedad antes de entrar a formar parte de la misma. Y sin embargo, al final de la obra, Rawls reconoce cómo la envidia puede vislumbrarse también en el interior de semejante sociedad, porque se trata de un sentimiento que no nace de una carencia objetiva sino más bien de una inadecuada evaluación del (supuesto) bienestar de los demás: “Podemos considerar la envidia como la propensión a visualizar de manera hostil el mayor bien de los demás aun cuando el hecho de que ellos sean más afortunados que nosotros en nada reduce nuestras ventajas. Envidiamos a las personas cuya situación es superior a la nuestra y estamos dispuestos a despojarlos de sus mayores beneficios aun cuando sea necesario para nosotros renunciar a algo”.

Rawls reconoce que la envidia ciertamente no puede extirparse mediante una construcción igualitaria de la sociedad y de los bienes, porque brota del interior de la naturaleza humana y se encuentra en todo tipo de sociedad. Por el contrario, como hemos visto, una concepción igualitaria de la vida puede encontrar su fuente de inspiración precisamente en la envidia: “Sin duda, pueden existir formas de igualdad cuyo origen está en la envidia. El igualitarismo riguroso, la doctrina que insiste en una igual distribución de todos los bienes principales, probablemente proviene de esta propensión”. Se trata de una objeción notable, especialmente para quienes visualizan la justicia como la virtud fundamental de la vida moral y de la sociedad, y si esto se lleva hasta las últimas consecuencias podría conducir a la disolución del tejido social. “La envidia es desventajosa para la colectividad. Aquel que envidia a otro está dispuesto a proceder de tal manera que ambos se encuentren en una situación peor con tal de que se reduzca suficientemente la diferencia entre ellos (…). La envidia representa un problema para cualquier sociedad que desee ser considerada ecuánime, problema que no es exactamente irrefutable y del cual no es fácil defenderse”.

Imaginemos de hecho cómo podría presentarse un mundo constituido puramente por envidiosos centrados únicamente en la destrucción del bien de los demás: ¿en qué se convertiría la vida social? Sería indudablemente muy desgraciada, triste y solitaria: “En un universo puramente de envidiosos nadie aprende nada, nadie se rebaja a admitir la superioridad de un pensamiento, de una técnica. Cada uno habla solamente para autoafirmarse y escucha a los demás únicamente para descubrir como valorizarse a sí mismo”.



Para una terapia de la envidia


A partir de lo señalado, parece bastante evidente el alcance destructivo de la envidia y el hecho de que es sano ante todo reconocerla con humildad en uno mismo y eliminarla de los criterios propios de evaluación para poder apreciar la belleza de la vida. Es importante reconocer que no hay provecho alguno en ser envidiosos y es una tontería, aun cuando sea espontánea, alimentar la envidia. El “no desear” bíblico significa precisamente “no experimentar envidia”, porque ésta matará a quienes la cultiven. No por azar semejante modalidad envidiosa del deseo es recordada claramente dos veces en la lista de las diez palabras de la vida: “Sea como sea, la envidia es sobre todo un enorme derroche de energía mental (…). Cualquiera sea, nadie logra ver con lucidez el objeto de su envidia, ya que ésta oscurece el pensamiento, derrota a la generosidad, impide toda esperanza de serenidad y marchita el corazón, de manera que hay buenos motivos para combatirla y liberarse de ella con todas las fuerzas de la propia mente”.

Es difícil, sin embargo, combatir la envidia sin someter a discusión también sus presupuestos básicos. Una visión de la vida basada en una concepción puramente humanista, caracterizada por el “haz lo que sientes y estarás bien”, se encuentra en situación de impotencia ante este vicio y más bien tiene dificultad ante todo para reconocerlo como un mal desde el punto de vista de la vida psíquica.

Es importante, en cambio, prestar atención con esmero al curso de los pensamientos, porque la envidia es una planta que se expande en la medida en que uno tiende a replegarse en sí mismo y a reflexionar y murmurar con maldad sobre los demás. De este modo, esa forma de pensamiento tiende a expandirse hasta constituir una obsesión. Exactamente como en el caso de la ira, mientras antes se reconozca el veneno que está entrando en el propio ánimo, más fácilmente podrá ser combatido. Además, la situación de los otros suele ser mucho más compleja y extraña de lo que querrían hacer creer los juicios apresurados de la envidia. Tal vez esas personas son realmente felices y realizadas como uno piensa o quizás no desean recuperar lo que perdieron en la calle, sobre todo desde el punto de vista de los afectos, de las relaciones, de los intereses, de las posibilidades ofrecidas.

Éste es un pensamiento que nada tiene de extraño o visionario. Pensemos, por ejemplo, en el fenómeno conocido con el término downshifting, que surgió hace algunos años en Gran Bretaña y en los Estados Unidos y se difunde cada vez más entre dirigentes y managers que han llegado a la cima en su carrera. Se quisiera proponer esto como una alternativa concreta del arribismo desenfrenado, una forma propiamente tal de anti-hippies. Se trata precisamente de preferir niveles más bajos de empleo, desarrollando profesiones menos remuneradas que antes, pero más humanas, sin esas pesadas cargas que a menudo acompañan a quienes buscan la carrera a cualquier costo, como la depresión, el ansia, el insomnio, la falta de intereses y los conflictos conyugales. Es como si se reconociese que las cosas realmente importantes para la propia vida estuviesen siempre al alcance de la mano, dejándose de lado para seguir modelos propuestos por la opinión común, por la publicidad, por los medios de comunicación masiva, pero no deseados realmente por la persona. Reconocer lo esencial conduce, al contrario de la envidia, a cultivar el sentido de la sobriedad, evitando perder tiempo, energía y afectos en aquello que no se desea.

La actitud interior caracterizada por la sobriedad es por consiguiente un ulterior remedio eficaz contra la envidia, un retorno a la verdad del ser: reconocer las cosas esenciales de la vida, distinguiéndolas de lo que es superfluo y sólo sirve para estimular la vanidad. La sobriedad ayuda a derrotar a la envidia porque combate los otros vicios que la alimentan: “La envidia muere cuando mueren las otras pasiones de las cuales ella se nutre: cuando ya no estamos apegados a los placeres, al dinero, a las comodidades materiales, desaparece aquello por lo cual litigábamos y experimentábamos avidez y envidia.



El antídoto para la envidia: la gratitud y el agradecimiento


Si en el fondo la envidia es una enfermedad de la mirada, es sobre todo en esta dirección que debe proceder su curación, reconociéndose el verdadero punto en cuestión: mejorar uno mismo más que anhelar la ruina de los demás. La envidia de hecho puede transformarse, puede convertirse, como reconocían los autores espirituales, en una “santa envidia”. Ya Aristóteles, en la Retórica, distinguiendo entre envidia y esmero, hablaba de la emulación, del proceder para hacer más y mejor que el otro como característica propia de la envidia “buena”, que por lo tanto conduce a salir de uno mismo y apreciar el bien. La emulación, a diferencia de la envidia pura, no paraliza, sino por el contrario se convierte en estímulo para el bien. Santo Tomás retoma en el mismo sentido la distinción de Aristóteles: “Quien está animado por el esmero, se prepara a sí mismo para la emulación, para obtener cosas buenas; el envidioso, en cambio, se esfuerza para que el prójimo no las posea, a causa de la envidia. Ciertamente hay envidia cuando alguien se entristece por el hecho de que el prójimo posee bienes que él mismo no tiene; hay emulación, en cambio, cuando alguien se entristece por el hecho de carecer él mismo de bienes que posee el prójimo”. Así, esta observación es importante también desde el punto de vista terapéutico: la cercanía entre ambos sentimientos dice que pueden transformarse uno en el otro, convirtiéndose en un aliado precioso y una ayuda positiva.

Para llevar a cabo este paso es de indudable ayuda una perspectiva espiritual y religiosa. En la relación con Dios, uno es ante todo invitado a reconocer que los bienes esenciales que garantizan la calidad de la vida nos han sido asegurados gratuitamente y que la estimación de los mismos no se busca en el reconocimiento de los demás, sino en el testimonio de confianza que Él siempre ha mostrado tener en nosotros en virtud del mero hecho de habernos creado. Al afirmar esto, ciertamente no se pretende sostener que la envidia está ausente en las personas religiosas (pensemos en lo señalado anteriormente en materia bíblica), sino que éstas tienen una posibilidad ulterior de reconocerla como un veneno destructivo y sobre todo que reciben una ayuda adicional para contrarrestarla.

Retomando lo observado por Dante en el Paraíso, cuando se ha encontrado el propio lugar en la vida no se experimenta la necesidad de envidiar el modo de vida de los demás porque uno está satisfecho con lo que es y lo que hace, y ayuda a los demás a estar satisfechos. Mientras la envidia surge de un corazón vacío, que insinúa a quienes afecta ser “hijos de un dios menor”, al responder, en cambio, a la propia vocación se alcanza lo deseado, lográndose el objetivo de la propia vida: como advierte Dante, se llega a ser como una flecha que ha dado en el blanco. Hablar de vocación significa reconocer que la propia existencia no es fruto del azar, del infortunio ni del capricho de los acontecimientos, sino que a cada ser humano le es dado encontrar aquello que busca, rescatando así la armonía entre sus disposiciones naturales y lo que el ambiente le ha ofrecido en bienes y posibilidades; pero si falta esta respuesta, de nada sirve esto porque dichos bienes y posibilidades pasan a ser como una semilla arrojada fuera de su terreno: Si la naturaleza encuentra un hado / adverso, como todas las simientes / fuera de su región, da malos frutos. / Y si el mundo de abajo se atuviera / al fundamento que natura pone, / siguiendo a éste habría gente buena.

También a nivel psicológico se reconoce cómo la gratitud es una actitud estructuralmente abierta a la vida. Para M. Klein, la gratitud está de hecho estrechamente emparentada con el amor y el reconocimiento de la bondad de las cosas, con una mirada gratuita y de satisfacción hacia ellas sin desear forzosamente apropiarse de las mismas. Gratuidad y gratitud, emparentadas entre sí por una similitud incluso etimológica, enseñan a gozar de las cosas, ayudan a vivir relaciones estables y profundas, porque presentan una actitud de benevolencia en relación con las mismas. La gratitud efectivamente afina la capacidad de amar, de apreciar por tanto la belleza y la bondad de una cosa en sí misma, en una actitud opuesta a la envidia: “El amor es ciertamente la medicina que expulsa del corazón el veneno de la envidia”.

Bonum diffusivum sui, decían los escolásticos, el bien no puede permanecer solo, su característica esencial es quererse comunicar al mayor número posible de personas, y mientras más se difunde, en mayor medida experimenta deleite. En el reino de los cielos, se gozará por la alegría de los otros, no tanto por la propia, de manera que no tiene sentido envidiar lo que en sí mismo ya nos pertenece puesto que la verdadera alegría consiste en ver al otro feliz. Por este motivo, semejante alegría será infinita porque se participará de la bienaventuranza misma de Dios: “La vida eterna consiste en la alegre fraternidad de todos los santos. Será una comunión de espíritus sumamente deliciosa, porque cada uno tendrá todos los bienes de todos los otros bienaventurados. Cada uno amará al otro como a sí mismo y por eso gozará del bien de los demás como algo propio. Así, el gozo de uno solo será tanto mayor cuanto más grande sea la alegría de todos los otros bienaventurados”. 
El único remedio eficaz para la envidia es por consiguiente dado por el amor y por el compartir, que nacen de la gratitud. Éstos, como un colirio, pueden sanar la mirada enferma y distorsionada, recordando el poder de bien otorgado a cada uno, un poder capaz de curar del veneno de la confrontación y devolver al corazón herido el color de la vida.

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