Adoptados
Por Padre Raúl Hasbún
Por: Equipo DF
Publicado: Viernes 20 de diciembre de 2013 a las 05:00 hrs.
Según el Sename, 850 son las personas que han procurado -entre 2009 y 2011- conocer a sus padres biológicos que los dieron en adopción. El sistema legal ampara este derecho, aunque respeta también el de los progenitores a negarse a un encuentro. Esto último acontece sólo en un 5% de los casos.
Solía entenderse que el hecho de la adopción era inconfortable tanto para el adoptado como para sus padres biológicos. Las cifras del Sename parecen dar cuenta de un cambio en la apreciación de unos y otros ¿Por qué, en efecto, la mente del joven debería centrarse obsesivamente en que no fue querido y fue entregado a terceros? Él no está en situación de juzgar lo que pasó. Por inexperto que sea, algo le dice que desprenderse de su hijo es para la madre un desgarro interior que acuchilla la conciencia y se instala como un fantasma que no logra exorcizar. Los motivos de la entrega tienen que haber sido muy poderosos y dolorosos. Pero ya el joven comienza a intuir lo que primó y permanece: su madre biológica quiso su bien, quiso que naciera, que es el primer bien, no lo abortó ni abandonó en un tarro de basura, prefirió cargar con su pena e impotencia y asegurar que esa parte de sí misma que es su hijo encontrara hogar, familia, esperanza. Cuando la mente del joven se abre a esta intuición, todo se valora bajo una nueva luz, ya no se especula con rabia ni se pierde energía en la negación: “sí, finalmente comprendo, mi madre me amó, y porque me amó me entregó en adopción”.
Esta positiva y agradecida percepción viene a sumarse con otra, más directa y fácil de entender: “mis padres adoptivos me amaron. Y gratuitamente. No tenían para conmigo la obligación imperiosa de acoger y cuidar la propia sangre. Ninguna obligación tenían. Me amaron antes de conocerme. Mi imagen, mi nombre ya vivían en sus corazones, mi existencia colmaba la suya con sólo imaginarme y anhelarme. Si alguien no tiene derecho a dudar de ser amado, si alguien sobreabunda en motivos para sentirse un privilegiado, soy yo”. El joven ya está fuera del círculo vicioso que lo atormentaba: “mis padres biológicos no me quisieron, mis padres adoptivos me recogieron por lástima, pero en el fondo no me quieren, no soy lo mismo que si fuera de su carne y sangre”. Ahora es al revés: “unos y otros me amaron, y por eso hicieron lo que hicieron”. Así es como el adoptado ingresa al círculo virtuoso implicado en su nombre. “Adopción”, en latín, significa “correr hacia aquel que uno ha deseado y libremente escogido”. Es un ejercicio del amor más puro y más regocijante.
Olvidamos, a veces, que Jesús, el Hijo de Dios, tuvo un padre adoptivo.
Solía entenderse que el hecho de la adopción era inconfortable tanto para el adoptado como para sus padres biológicos. Las cifras del Sename parecen dar cuenta de un cambio en la apreciación de unos y otros ¿Por qué, en efecto, la mente del joven debería centrarse obsesivamente en que no fue querido y fue entregado a terceros? Él no está en situación de juzgar lo que pasó. Por inexperto que sea, algo le dice que desprenderse de su hijo es para la madre un desgarro interior que acuchilla la conciencia y se instala como un fantasma que no logra exorcizar. Los motivos de la entrega tienen que haber sido muy poderosos y dolorosos. Pero ya el joven comienza a intuir lo que primó y permanece: su madre biológica quiso su bien, quiso que naciera, que es el primer bien, no lo abortó ni abandonó en un tarro de basura, prefirió cargar con su pena e impotencia y asegurar que esa parte de sí misma que es su hijo encontrara hogar, familia, esperanza. Cuando la mente del joven se abre a esta intuición, todo se valora bajo una nueva luz, ya no se especula con rabia ni se pierde energía en la negación: “sí, finalmente comprendo, mi madre me amó, y porque me amó me entregó en adopción”.
Esta positiva y agradecida percepción viene a sumarse con otra, más directa y fácil de entender: “mis padres adoptivos me amaron. Y gratuitamente. No tenían para conmigo la obligación imperiosa de acoger y cuidar la propia sangre. Ninguna obligación tenían. Me amaron antes de conocerme. Mi imagen, mi nombre ya vivían en sus corazones, mi existencia colmaba la suya con sólo imaginarme y anhelarme. Si alguien no tiene derecho a dudar de ser amado, si alguien sobreabunda en motivos para sentirse un privilegiado, soy yo”. El joven ya está fuera del círculo vicioso que lo atormentaba: “mis padres biológicos no me quisieron, mis padres adoptivos me recogieron por lástima, pero en el fondo no me quieren, no soy lo mismo que si fuera de su carne y sangre”. Ahora es al revés: “unos y otros me amaron, y por eso hicieron lo que hicieron”. Así es como el adoptado ingresa al círculo virtuoso implicado en su nombre. “Adopción”, en latín, significa “correr hacia aquel que uno ha deseado y libremente escogido”. Es un ejercicio del amor más puro y más regocijante.
Olvidamos, a veces, que Jesús, el Hijo de Dios, tuvo un padre adoptivo.
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