Atentos al Año de la Fe
Por: | Publicado: Viernes 20 de julio de 2012 a las 05:00 hrs.
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Por Jaime Antúnez Aldunate*
La portada de esta edición de HUMANITAS ha querido, reproduciendo el impresionante rostro del Cristo de la catedral de Cefalú en la isla de Sicilia -símbolo del próximo Año de la Fe convocado por el papa Benedicto XVI (11 de octubre 2012-24 de noviembre 2013)-, invitar a sus lectores a poner toda su alma en este caminar conjunto a que el Santo Padre llama a toda la Iglesia, sin duda central en la historia de su pontificado.
Por similar motivo abrimos las páginas del número con el solemne texto del Credo del Pueblo de Dios que proclamó el papa Pablo VI al cierre del Año de la Fe por los 1900 años del martirio de San Pedro y San Pablo y que concluyó en julio de 1968.
Si bien caracterizados por circunstancias históricas distintas, tanto 1968 como 2012 advienen para la iglesia como grandes desafíos para la profundización en la fe. Al momento en que Pablo VI concluía el anterior Año de la Fe, nadie suponía, en efecto, que ese mismo 1968 daría su nombre a una generación ni tampoco que al 25 de julio siguiente, cuando ese Papa publicara su encíclica Humanae vitae, proclamando su “no” a la anticoncepción artificial, se desencadenaría un verdadero terremoto en la Iglesia de Occidente.
Hoy, en un momento de crisis caracterizada por un universal secularismo, vienen al encuentro dos momentos extraordinarios para atender a la reflexión sobre la fe: la conmemoración de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II y de los veinte de la publicación del Catecismo de la Iglesia católica. La actual crisis de fe es expresión dramática de una crisis antropológica que va dejando al hombre abandonado a sí mismo, solo y confundido, a merced de fuerzas de las que no conoce siquiera el rostro, mientras carece de una meta a la cual orientar su existencia. Sólo tomando conciencia de esa crisis y de su hondura se puede encontrar el camino de la salud.
Recientemente Benedicto XVI ha recordado, a este propósito, el discurso del Beato papa Juan XXIII en la solemne apertura del Vaticano II, el 11 de octubre de 1962: “Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz”. El Papa, añade Benedicto XVI, “comprometía a los padres a profundizar y a presentar esa doctrina perenne en continuidad con la tradición milenaria de la Iglesia: Transmitir la doctrina pura e íntegra sin atenuaciones o alteraciones, sino de una manera nueva, como exige nuestro tiempo” (citado en discurso a la Conferencia Episcopal italiana, 24.05.12) Esta es precisamente la clave de lectura del Concilio que el actual Pontífice ha señalado desde el comienzo de su gobierno y particularmente en su conocido discurso a la Curia romana de diciembre de 2005. “No en la perspectiva de una inaceptable hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, sino de la hermenéutica de la continuidad y de la reforma” podrán leerse, aplicarse y hacerse propias las autorizadas indicaciones del Concilio, que “constituye el camino para descubrir las modalidades con que la Iglesia puede dar una respuesta significativa a las grandes transformaciones sociales y culturales de nuestro tiempo, que también tienen consecuencias visibles sobre la dimensión religiosa” (ibídem). Es así el caso, por ejemplo, frente a la racionalidad científica y la cultura técnica que pretenden “delinear el perímetro de las certezas de razón únicamente con el criterio empírico de sus propias conquistas”, desvinculando toda norma moral y perdiendo hasta la exigencia de verdad.
Signos graves de lo anterior, continúa el Pontífice, son la disminución de la práctica religiosa sacramental y el ambiente de duda sobre las enseñanzas de la Iglesia, cuando no su reducción a valores que tienen que ver con el Evangelio, pero que no dicen relación con el núcleo central de la fe cristiana. De modo muy visible, la relegación de Dios al ámbito subjetivo, reducido a un hecho íntimo y privado, marginado de la conciencia pública.
Quienes vivieron la preparación del Concilio -etapa que Joseph Ratzinger, como teólogo asesor del Cardenal Frings, conoce bien- saben, dice el actual Papa, que la Asamblea conciliar pretendía dar respuesta a la pregunta “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”. Y profundizando en esta pregunta, recuerda enseguida, los padres “fueron reconducidos al corazón de la respuesta: se trataba de recomenzar desde Dios, celebrando, profesando y testimoniando”. No en vano, señala, la primera Constitución aprobada fue la de la Sagrada Liturgia: “el culto divino orienta al hombre hacia la Ciudad futura y restituye a Dios su primado”.
Conclusión que no puede sino sopesarse con toda la gravedad que merece en este Año de la Fe a que entramos, dice así Benedicto XVI: “En un tiempo en que Dios se ha vuelto para muchos el gran desconocido y Jesús sólo un gran personaje del pasado, no habrá relanzamiento de la acción misionera sin la renovación de la calidad de nuestra fe y de nuestra oración; no seremos capaces de dar respuestas adecuadas sin una nueva acogida del don de la Gracia; no sabremos conquistar a los hombres para el Evangelio a no ser que nosotros mismos seamos los primeros en volver a una profunda experiencia de Dios” (ibídem).
La portada de esta edición de HUMANITAS ha querido, reproduciendo el impresionante rostro del Cristo de la catedral de Cefalú en la isla de Sicilia -símbolo del próximo Año de la Fe convocado por el papa Benedicto XVI (11 de octubre 2012-24 de noviembre 2013)-, invitar a sus lectores a poner toda su alma en este caminar conjunto a que el Santo Padre llama a toda la Iglesia, sin duda central en la historia de su pontificado.
Por similar motivo abrimos las páginas del número con el solemne texto del Credo del Pueblo de Dios que proclamó el papa Pablo VI al cierre del Año de la Fe por los 1900 años del martirio de San Pedro y San Pablo y que concluyó en julio de 1968.
Si bien caracterizados por circunstancias históricas distintas, tanto 1968 como 2012 advienen para la iglesia como grandes desafíos para la profundización en la fe. Al momento en que Pablo VI concluía el anterior Año de la Fe, nadie suponía, en efecto, que ese mismo 1968 daría su nombre a una generación ni tampoco que al 25 de julio siguiente, cuando ese Papa publicara su encíclica Humanae vitae, proclamando su “no” a la anticoncepción artificial, se desencadenaría un verdadero terremoto en la Iglesia de Occidente.
Hoy, en un momento de crisis caracterizada por un universal secularismo, vienen al encuentro dos momentos extraordinarios para atender a la reflexión sobre la fe: la conmemoración de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II y de los veinte de la publicación del Catecismo de la Iglesia católica. La actual crisis de fe es expresión dramática de una crisis antropológica que va dejando al hombre abandonado a sí mismo, solo y confundido, a merced de fuerzas de las que no conoce siquiera el rostro, mientras carece de una meta a la cual orientar su existencia. Sólo tomando conciencia de esa crisis y de su hondura se puede encontrar el camino de la salud.
Recientemente Benedicto XVI ha recordado, a este propósito, el discurso del Beato papa Juan XXIII en la solemne apertura del Vaticano II, el 11 de octubre de 1962: “Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz”. El Papa, añade Benedicto XVI, “comprometía a los padres a profundizar y a presentar esa doctrina perenne en continuidad con la tradición milenaria de la Iglesia: Transmitir la doctrina pura e íntegra sin atenuaciones o alteraciones, sino de una manera nueva, como exige nuestro tiempo” (citado en discurso a la Conferencia Episcopal italiana, 24.05.12) Esta es precisamente la clave de lectura del Concilio que el actual Pontífice ha señalado desde el comienzo de su gobierno y particularmente en su conocido discurso a la Curia romana de diciembre de 2005. “No en la perspectiva de una inaceptable hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, sino de la hermenéutica de la continuidad y de la reforma” podrán leerse, aplicarse y hacerse propias las autorizadas indicaciones del Concilio, que “constituye el camino para descubrir las modalidades con que la Iglesia puede dar una respuesta significativa a las grandes transformaciones sociales y culturales de nuestro tiempo, que también tienen consecuencias visibles sobre la dimensión religiosa” (ibídem). Es así el caso, por ejemplo, frente a la racionalidad científica y la cultura técnica que pretenden “delinear el perímetro de las certezas de razón únicamente con el criterio empírico de sus propias conquistas”, desvinculando toda norma moral y perdiendo hasta la exigencia de verdad.
Signos graves de lo anterior, continúa el Pontífice, son la disminución de la práctica religiosa sacramental y el ambiente de duda sobre las enseñanzas de la Iglesia, cuando no su reducción a valores que tienen que ver con el Evangelio, pero que no dicen relación con el núcleo central de la fe cristiana. De modo muy visible, la relegación de Dios al ámbito subjetivo, reducido a un hecho íntimo y privado, marginado de la conciencia pública.
Quienes vivieron la preparación del Concilio -etapa que Joseph Ratzinger, como teólogo asesor del Cardenal Frings, conoce bien- saben, dice el actual Papa, que la Asamblea conciliar pretendía dar respuesta a la pregunta “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”. Y profundizando en esta pregunta, recuerda enseguida, los padres “fueron reconducidos al corazón de la respuesta: se trataba de recomenzar desde Dios, celebrando, profesando y testimoniando”. No en vano, señala, la primera Constitución aprobada fue la de la Sagrada Liturgia: “el culto divino orienta al hombre hacia la Ciudad futura y restituye a Dios su primado”.
Conclusión que no puede sino sopesarse con toda la gravedad que merece en este Año de la Fe a que entramos, dice así Benedicto XVI: “En un tiempo en que Dios se ha vuelto para muchos el gran desconocido y Jesús sólo un gran personaje del pasado, no habrá relanzamiento de la acción misionera sin la renovación de la calidad de nuestra fe y de nuestra oración; no seremos capaces de dar respuestas adecuadas sin una nueva acogida del don de la Gracia; no sabremos conquistar a los hombres para el Evangelio a no ser que nosotros mismos seamos los primeros en volver a una profunda experiencia de Dios” (ibídem).