Liderazgo
Por Padre Raúl Hasbún
Por: | Publicado: Viernes 26 de agosto de 2011 a las 05:00 hrs.
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Toda manada necesita y por lo general tiene un líder. Su liderazgo se impone naturalmente por algún atributo descollante: fuerza, antigüedad, astucia, superioridad reproductiva. En la sociedad humana hay quienes no saben el camino y esperan que el líder se lo señale y encabece. Otros no tienen opinión o, si la tienen, no conocen modo de articularla y trasmitirla. Las opiniones y aspiraciones del grupo suelen ser contrastantes, mientras las decisiones no pueden esperar: corresponde al líder convocar, aglutinar y sellar consensos de acción. Para ello requiere inteligencia práctica, leer el interior de las personas, interpretar sus deseos y ofrecer una agenda de realización. También se hace admirar por su elevación moral: el grupo lo ve más arriba, más a salvo de la contaminación común, faro que ilumina, modelo que atrae confianzas. Impresiona gratamente por su austeridad: no busca galardones ni autoglorificaciones, lo suyo es el servicio y el sacrificio.
Hoy nos invade la sensación ambiental de transitar al borde de la anarquía. Quienes aparecen como líderes se buscan a sí mismos. Endiosan la publicidad y el espectáculo. Sacrifican fríamente bienes ajenos y convicciones propias, cada vez que ello sea funcional a sus objetivos de poder. No arriesgan, actúan y golpean sobre seguro, exprimiendo a su favor todas las garantías del sistema que intentan destruir.
Es hora de fijar la mirada en el líder más exitoso de la historia: Jesús de Nazareth. Ninguno consiguió tanto, con tan poco y tan pocos, en tan poco tiempo y con tanta continuidad y profundidad. Han pasado 20 siglos y sigue siendo el más conocido, más admirado, más amado e imitado. Son incontables los que prefirieron y prefieren morir antes que negar su adhesión a él. El primer atributo de su liderazgo es la humildad: no quiere honores de este mundo ni se atribuye el mérito de su saber y poder. Hace milagros estupendos y sólo avisa a sus beneficiarios que no deben divulgarlos. Cuando quieren coronarlo rey huye a la montaña y finalmente acepta una corona de espinas. No destruye ni permite destruir nada: leyes (la de Moisés), instituciones (Sanedrín, tribunal de Pilatos y Herodes), cuerpos (reprende a Pedro por sacar y usar la espada en defensa de su Maestro, y sana la oreja de su aprehensor), almas (¡ay de aquel que escandaliza a los pequeños!). Paga impuestos sin estar obligado: para no escandalizar. Prohíbe a los suyos enseñorearse: su gloria será arrodillarse y servir. No acepta seguimientos ciegos o puramente sensoriales: exige creer por libre convicción en lo que él predica y hacer lo mismo que él practica. Tampoco promete beneficios que no sean fruto del personal sacrificio, hasta la cruz: como el grano de trigo que sólo sepultado puede germinar. Su persona, su vida son la síntesis perfecta y atractiva de lo que enseña y propone: no hay en él fisura entre el decir y el hacer. Antes de cambiar el entorno o la estructura, propicia cambiar el corazón.
Esas son las diferencias entre un líder creador de historia, y un efímero manipulador y administrador de frustraciones.
Hoy nos invade la sensación ambiental de transitar al borde de la anarquía. Quienes aparecen como líderes se buscan a sí mismos. Endiosan la publicidad y el espectáculo. Sacrifican fríamente bienes ajenos y convicciones propias, cada vez que ello sea funcional a sus objetivos de poder. No arriesgan, actúan y golpean sobre seguro, exprimiendo a su favor todas las garantías del sistema que intentan destruir.
Es hora de fijar la mirada en el líder más exitoso de la historia: Jesús de Nazareth. Ninguno consiguió tanto, con tan poco y tan pocos, en tan poco tiempo y con tanta continuidad y profundidad. Han pasado 20 siglos y sigue siendo el más conocido, más admirado, más amado e imitado. Son incontables los que prefirieron y prefieren morir antes que negar su adhesión a él. El primer atributo de su liderazgo es la humildad: no quiere honores de este mundo ni se atribuye el mérito de su saber y poder. Hace milagros estupendos y sólo avisa a sus beneficiarios que no deben divulgarlos. Cuando quieren coronarlo rey huye a la montaña y finalmente acepta una corona de espinas. No destruye ni permite destruir nada: leyes (la de Moisés), instituciones (Sanedrín, tribunal de Pilatos y Herodes), cuerpos (reprende a Pedro por sacar y usar la espada en defensa de su Maestro, y sana la oreja de su aprehensor), almas (¡ay de aquel que escandaliza a los pequeños!). Paga impuestos sin estar obligado: para no escandalizar. Prohíbe a los suyos enseñorearse: su gloria será arrodillarse y servir. No acepta seguimientos ciegos o puramente sensoriales: exige creer por libre convicción en lo que él predica y hacer lo mismo que él practica. Tampoco promete beneficios que no sean fruto del personal sacrificio, hasta la cruz: como el grano de trigo que sólo sepultado puede germinar. Su persona, su vida son la síntesis perfecta y atractiva de lo que enseña y propone: no hay en él fisura entre el decir y el hacer. Antes de cambiar el entorno o la estructura, propicia cambiar el corazón.
Esas son las diferencias entre un líder creador de historia, y un efímero manipulador y administrador de frustraciones.