En noviembre del año 2002 se publicó la Ley 19.840, que agregó el Art. 41 D a la Ley de Impuesto a la Renta, y que estableció las llamadas Sociedades Plataforma de Inversiones. Esta norma tuvo por finalidad atraer a inversionistas extranjeros para que utilizaran a Chile como base de operaciones para sus inversiones en Latinoamérica y el resto del mundo, a cambio de valiosos beneficios tributarios.
En simple, se estableció que si se creaba una sociedad en Chile por inversionistas extranjeros (mínimo 25%), cuyo objeto único sea la realización de inversiones fuera de Chile, las utilidades provenientes de esas inversiones no pagarán impuesto en nuestro país.
A 14 años de la entrada en vigencia de esta audaz normativa, sus frutos son cercanos a cero. Chile está lejos de ser el país plataforma que pretendió, a pesar de su sólido sistema financiero y su entonces claro marco constitucional, laboral y regulatorio. Si miramos a la región, vemos cómo Uruguay ha logrado desarrollar un marco legal (y no sólo tributario) que le ha permitido transformarse lentamente en la plataforma que Chile no fue.
Estamos en épocas de reformas. Pero obviamente no de las adecuadas. Se habla de la ralentización de la economía, de la pérdida de su dinamismo y de la baja en la inversión extranjera. Aun no entra en plena vigencia el nuevo sistema tributario, se desconoce el criterio del SII para utilizar sus nuevas facultades fiscalizadoras, el marco laboral y constitucional están en entredicho y, por primera vez, se duda de la imparcialidad política del SII y se empieza a extrañar su antigua y reconocida sujeción irrestricta a criterios técnicos. Como si fuera poco, la célebre Reforma Tributaria derogó el DL 600 bajo la promesa del establecimiento de una nueva institucionalidad pro inversión extranjera, y de la cual se sabe poco o nada.
Por ello, una fórmula para generar en forma rápida un marco para la inversión extranjera puede ser simplemente construir sobre la ley vigente, examinando de manera seria y transversal el fondo que hubo detrás de la norma y las razones que en su momento la hicieron fracasar en la práctica –incluso, a pesar de la sólida institucionalidad de entonces– a fin de simplificarla, modernizarla y lograr con ella atraer hoy esa inversión de la que tanto se habla, pero por la cual muy poco se hace. Una verdadera ley corta pro inversión, que ya existe y que sólo requiere de la voluntad -y sapiencia- del ejecutivo para generar el marco regulatorio que incentive y no asfixie.