Lamentablemente el ser humano termina acostumbrándose casi a cualquier cosa. La calidad de las propuestas en materia de políticas públicas ha decaído a niveles sin precedentes en los últimos 40 años, llevando a los analistas, técnicos e intelectuales en general, desde un desconcierto e incredibilidad inicial, a una reacción de alarma y critica decidida después, hasta una especie de impotencia, desesperanza y depresión ahora. Cada vez que se inicia un nuevo debate, a propósito de la discusión de un proyecto o de alguna indicación propia de la agenda legislativa, queda la sensación que se está tratando de “componer” o de restarle capacidad destructiva a una iniciativa mal diseñada, muchas veces discutida entre cuatro paredes, y casi siempre contra el tiempo, como si fuera posible, por ejemplo, rediseñar el sistema educativo, con toda la complejidad que le es propio, en el transcurso de algunos meses.
Lo anterior es parte central en el clima de desánimo y desconfianza que prevalece entre los agentes económicos, manteniendo al mundo empresarial en una especie de compás de espera sostenido, postergando importantes decisiones estratégicas en materia de inversión y proyección del negocio a mediano y largo plazo. Si a esto le agregamos un escenario externo que sigue siendo complejo, y el efecto, aún no completamente internalizado, del fin del ciclo de oro de inversión en la minería, llegamos fácilmente a la “nueva normalidad”, una economía que crece, al menos en forma sostenida, a un ritmo de 2% desde fines del año 2013.
¿Qué podría provocar un verdadero “golpe de timón” a la situación política interna? La respuesta dista de ser obvia, porque da la impresión que parte de la nueva normalidad es no esperar nada mejor del actual gobierno. Se deja la esperanza de cambio para el próximo, lo que explica que las apuestas sobre potenciales candidatos presidenciales sea uno de los pocos temas que aún genera algún entusiasmo en las conversaciones de pasillo.
Aun así, no deja de sorprender la falta de decisión e iniciativa de parte de la Democracia Cristiana, que está, por defecto, regalando el centro político a manos de los mini partidos emergentes. Es extraño, porque la larga experiencia política de este partido tradicional debería señalarle con claridad el riesgo de desaparecer, en la medida que pierda su rol de “partido bisagra” en el cuadro político general. ¿Acaso no mide adecuadamente el poder que tiene? Basta que la Democracia Cristiana, siendo leal a sus bases, frene definitivamente la viabilidad de la aprobación de la Reforma Laboral en su forma actual, o parte de la Educacional actualmente en discusión, para que se haga escuchar de verdad por parte del resto de la Nueva Mayoría y del gobierno. ¿Qué se lo impide? ¿No tendrán conciencia que bajo la máxima de “ser leales al gobierno del que forman parte”, aún a costa de transgredir parte de sus convicciones más arraigadas, están poniendo en serio riesgo su existencia futura?
Pensando en el gobierno, su aprobación ciudadana y su proyección de cara al segundo tiempo de su mandato. ¿No sería razonable poner definitivamente el pie en el freno al frenesí reformista? Si el gobierno fuera consecuente con el diagnóstico que en su momento hizo el ministro Eyzaguirre y luego en menor medida la propia Presidenta, y priorizara dos o tres temas centrales para desarrollar en lo que le queda de mandato, ¿no le sería políticamente beneficioso? Si se procura los tiempos necesarios para un buen diseño de sus iniciativas, y una posterior negociación política amplia, buscando acuerdos transversales, no cabe duda que el resultado sería virtuoso, lo que permitiría recuperar la conducción política, el respaldo ciudadano e incluso la posibilidad de proyección de la Nueva Mayoría, o más bien la Concertación, para un próximo gobierno. ¿Qué se teme? ¿Frustrar al Partido Comunista? ¿Al “Movimiento Social”? Porque a estas alturas el gobierno debería tener claro que no estaría frustrando a la ciudadanía en general, ni siquiera al grueso de sus propios electores.