¡Asombro ante tanto simplismo!
¿Para qué seguir? Dejemos a un lado que ese apóstrofe del título, esa indignación, no afecta a Cuba ni a China, pero sí a Estados Unidos. Que en ninguna parte, como causante de pobreza de agobios mil, está la corrupción.
Por: | Publicado: Viernes 10 de junio de 2011 a las 05:00 hrs.
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Por Juan Velarde Fuertes *
De la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
Cuando he concluido la lectura de este brevísimo alegato de Stéphane Hesse –porque de esas 60 págs. hay que restar las págs. 9 a 15 del prólogo de Sampedro, así como las notas adicionales del editor y del epílogo firmado por Sylvie Crossman (págs. 49-60)‑, he quedado asombrado. Se ha difundido la noticia de que su edición francesa ha tenido más de un millón de lectores, y que la española supera la cifra de los cien mil. Y, ¿por qué ese asombro? Desde luego por la falta de rigor que plantea en algo que centra buena parte de su alegato: la economía. Para empezar, los financieros, para Hesse y quienes, al parecer, han pasado a ensalzarle, son los culpables de la crisis actual. Nadie serio –sí los demagogos‑ sostienen eso. Veamos, por un lado, la pléyade de los economistas que lanzaron ideas equivocadas, y que se hallan en el impresionante catálogo de las págs. 55 -130 de la, por otro lado, imprescindible obra de Guillermo de la Dehesa, La primera gran crisis financiera del siglo XXI. Orígenes, detonantes y efectos, respuestas y remedios (Alianza, 2009). Pero, claro, el enterarse de eso exige trabajo y no simplismos. Y al lado de la formidable influencia que tuvieron sus alegatos, se encuentran, también equivocados radicalmente, políticos situados en puestos de responsabilidad en esa etapa. Concretamente, en Estados Unidos, a mi juicio, está muy claro lo que sostiene Axel Leijonhufvud en su artículo “Two systemic problems”, en Policy Insight (enero 2009). Para este importante economista, la crisis financiera se debió a una falta de regulación financiera enlazada con una mala política monetaria, y de ninguna manera a la avaricia de los financieros. El personaje clave que señala como responsable de estas equivocaciones fue, en Estados Unidos, Alan Greenspan, cuya política en la presidencia del Consejo de la Reserva Federal, quizá para ocultar problemas de distribución muy desigual de la renta norteamericana, provocó un caos financiero claro. En España, por lo mismo, la responsabilidad, en parte notable, corresponde a Pedro Solbes.
Los financieros, los denostados banqueros, hicieron lo que hacen siempre. Traduzco de la obra de Keynes famosa, The General Theory of Employment Interest and Money (Macmillan, 1936), de sus págs. 156-157: “La sabiduría de este mundo nos enseña que es mejor, para mantener la reputación, equivocarse como hacen todos que triunfar contra la conducta general”, porque quien no actúa así, “si tiene éxito, confirma la creencia general de que se trata de un temerario, y si fracasa a corto plazo, lo que es harto probable, no habrá compasión para él”. Ignorar todo esto, tan sabido, es lamentable.
Otra frase que no tiene desperdicio es ésta de la pág. 25: “Los bancos privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general”. Pero, el interés general, ¿no es cosa que determinan los políticos? ¿Se pretende que los banqueros sean políticos? Una y otra vez convendría que muchos leyesen el excelente artículo de Milton Friedman, The Social Responsability of Business is to Increase its Profits, publicado en “The New York Times Magazine”, 13 de septiembre de 1970. Traduzco uno de sus párrafos: “En una empresa en mercado libre, dentro de un sistema de propiedad privada, un alto dirigente de cualquier negocio es un empleado de los accionistas propietarios de ese negocio. Tiene una responsabilidad directa ante estos empleadores. Esa responsabilidad es la de dirigir la actividad de ese negocio de acuerdo con los deseos de éstos, que normalmente serán que haga tanto dinero como sea posible, pero de acuerdo con las normas básicas de la sociedad, tanto aquellas encarnadas en la ley como aquellas encarnadas en los hábitos morales. Por supuesto, en algunos casos, sus empleadores pueden tener objetivos concretos y diferentes. Un grupo de personas puede establecer una fundación con propósitos caritativos, por ejemplo, un hospital o una escuela. El dirigente de tales fundaciones, en cambio, no tendrá el beneficio económico como su objetivo, sino el de rendir ciertos servicios”. Y ese banquero, continúa Friedman, como persona puede tener muchas otras responsabilidades, pero no como banquero, que son aquellas que “él reconoce o asume voluntariamente: hacia su familia, hacia su conciencia, hacia sus sentimientos caritativos, hacia su iglesia, hacia sus clubs, hacia su ciudad, hacia su país… Pero en todo esto, está actuando como jefe de sí, no como agente; está gastando su dinero, su tiempo o su energía, no el dinero, el tiempo o la energía de sus empleadores…”. E individualmente puede parecerle que sea lógico financiar proyectos como los de algunas de las ONG que son señaladas como movimientos sociales “activos y eficientes” en la pág. 34.
Evidentemente se desprende de lo dicho que Hesse y sus epígonos defienden (págs. 22-23) toda una amplia gama de estatificaciones. Olvidan dos anotaciones del Verbatim (Fayard, 1993) de Jacques Attali. La una, del 2 de junio de 1981, donde recoge la exigencia de Mitterrand, recién elegido presidente de la República Francesa, al primer ministro, Pierra Mauroy para que sometiese al Parlamento una enorme cantidad de estatificaciones empresariales, señalándole: “Si no se hace ahora, no se hará nunca”. La segunda, del 20 de marzo de 1982, menos de nueve meses después, otro socialista bien conocido, Jaques Delors telefonea a Attali ante las consecuencias de esa política económica, al grito de: “¡Es el Beresina!”, esto es, la batalla que en este río destrozó definitivamente al ejército napoleónico liquidando su campaña de Rusia. Agregaba Delors: “No nos mantendremos mucho tiempo así. Es preciso que Mauroy se vaya”, esto es: era obligado rectificar.
Asimismo aparecen expresiones sin rigor, como (pág. 25): “Nunca había sido tan importante la distancia entre los más pobres y los más ricos”. Se trata de una típica exageración anticientífica y, por ello, criticable. Acaba de publicarse por el INSEE francés –apareció el 28 de abril de 2011‑ un estudio sobre esto: Inégalités de niveau de vie et pauvreté de 1996 à 2009. En él se observa que, de 2004 a 2008, “las desigualdades de nivel de vida tienen tendencia a aumentar”, lo que confirma estudios previos en este sentido de Camille Landais y de Julie Solard. Y se explica que esto se debe, en buena parte, a que han aumentado las rentas derivadas del patrimonio, lo que se liga a que la población ha envejecido y que éstas son las rentas que la gente de más edad percibe esencialmente. Deja claro el estudio que la ampliación del número de las familias monoparentales incrementa el grupo de quienes perciben menos rentas. Como contraste, las familias normales, con dos o más hijos, han visto mejorar su situación económica en el periodo. El porcentaje de las pobres entre ellas –las que perciben 949 euros o menos de renta al mes‑ ha caído del 27’8% en 1996 al 19’7% en 2008. Esto es: o se señalan estas matizaciones o se trata de afirmaciones sin rigor, como, por cierto, es todo el contenido del texto.
¿Para qué seguir? Dejemos a un lado que ese apóstrofe del título, esa indignación, no afecta a Cuba ni a China, pero sí a Estados Unidos. Que en ninguna parte, como causante de pobreza de agobios mil, está la corrupción. Claro que el índice de percepción de este fenómeno señala directamente a Venezuela. Que algo en este documento, incluso justifica al terrorismo. Léase esto de la pág. 39: “Hay que comprender la violencia como una lamentable consecución de situaciones inaceptables para aquellos que las sufren”.
Como catálogo de simplismos seudoprogresistas, no está mal.
De la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
Cuando he concluido la lectura de este brevísimo alegato de Stéphane Hesse –porque de esas 60 págs. hay que restar las págs. 9 a 15 del prólogo de Sampedro, así como las notas adicionales del editor y del epílogo firmado por Sylvie Crossman (págs. 49-60)‑, he quedado asombrado. Se ha difundido la noticia de que su edición francesa ha tenido más de un millón de lectores, y que la española supera la cifra de los cien mil. Y, ¿por qué ese asombro? Desde luego por la falta de rigor que plantea en algo que centra buena parte de su alegato: la economía. Para empezar, los financieros, para Hesse y quienes, al parecer, han pasado a ensalzarle, son los culpables de la crisis actual. Nadie serio –sí los demagogos‑ sostienen eso. Veamos, por un lado, la pléyade de los economistas que lanzaron ideas equivocadas, y que se hallan en el impresionante catálogo de las págs. 55 -130 de la, por otro lado, imprescindible obra de Guillermo de la Dehesa, La primera gran crisis financiera del siglo XXI. Orígenes, detonantes y efectos, respuestas y remedios (Alianza, 2009). Pero, claro, el enterarse de eso exige trabajo y no simplismos. Y al lado de la formidable influencia que tuvieron sus alegatos, se encuentran, también equivocados radicalmente, políticos situados en puestos de responsabilidad en esa etapa. Concretamente, en Estados Unidos, a mi juicio, está muy claro lo que sostiene Axel Leijonhufvud en su artículo “Two systemic problems”, en Policy Insight (enero 2009). Para este importante economista, la crisis financiera se debió a una falta de regulación financiera enlazada con una mala política monetaria, y de ninguna manera a la avaricia de los financieros. El personaje clave que señala como responsable de estas equivocaciones fue, en Estados Unidos, Alan Greenspan, cuya política en la presidencia del Consejo de la Reserva Federal, quizá para ocultar problemas de distribución muy desigual de la renta norteamericana, provocó un caos financiero claro. En España, por lo mismo, la responsabilidad, en parte notable, corresponde a Pedro Solbes.
Los financieros, los denostados banqueros, hicieron lo que hacen siempre. Traduzco de la obra de Keynes famosa, The General Theory of Employment Interest and Money (Macmillan, 1936), de sus págs. 156-157: “La sabiduría de este mundo nos enseña que es mejor, para mantener la reputación, equivocarse como hacen todos que triunfar contra la conducta general”, porque quien no actúa así, “si tiene éxito, confirma la creencia general de que se trata de un temerario, y si fracasa a corto plazo, lo que es harto probable, no habrá compasión para él”. Ignorar todo esto, tan sabido, es lamentable.
Otra frase que no tiene desperdicio es ésta de la pág. 25: “Los bancos privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general”. Pero, el interés general, ¿no es cosa que determinan los políticos? ¿Se pretende que los banqueros sean políticos? Una y otra vez convendría que muchos leyesen el excelente artículo de Milton Friedman, The Social Responsability of Business is to Increase its Profits, publicado en “The New York Times Magazine”, 13 de septiembre de 1970. Traduzco uno de sus párrafos: “En una empresa en mercado libre, dentro de un sistema de propiedad privada, un alto dirigente de cualquier negocio es un empleado de los accionistas propietarios de ese negocio. Tiene una responsabilidad directa ante estos empleadores. Esa responsabilidad es la de dirigir la actividad de ese negocio de acuerdo con los deseos de éstos, que normalmente serán que haga tanto dinero como sea posible, pero de acuerdo con las normas básicas de la sociedad, tanto aquellas encarnadas en la ley como aquellas encarnadas en los hábitos morales. Por supuesto, en algunos casos, sus empleadores pueden tener objetivos concretos y diferentes. Un grupo de personas puede establecer una fundación con propósitos caritativos, por ejemplo, un hospital o una escuela. El dirigente de tales fundaciones, en cambio, no tendrá el beneficio económico como su objetivo, sino el de rendir ciertos servicios”. Y ese banquero, continúa Friedman, como persona puede tener muchas otras responsabilidades, pero no como banquero, que son aquellas que “él reconoce o asume voluntariamente: hacia su familia, hacia su conciencia, hacia sus sentimientos caritativos, hacia su iglesia, hacia sus clubs, hacia su ciudad, hacia su país… Pero en todo esto, está actuando como jefe de sí, no como agente; está gastando su dinero, su tiempo o su energía, no el dinero, el tiempo o la energía de sus empleadores…”. E individualmente puede parecerle que sea lógico financiar proyectos como los de algunas de las ONG que son señaladas como movimientos sociales “activos y eficientes” en la pág. 34.
Evidentemente se desprende de lo dicho que Hesse y sus epígonos defienden (págs. 22-23) toda una amplia gama de estatificaciones. Olvidan dos anotaciones del Verbatim (Fayard, 1993) de Jacques Attali. La una, del 2 de junio de 1981, donde recoge la exigencia de Mitterrand, recién elegido presidente de la República Francesa, al primer ministro, Pierra Mauroy para que sometiese al Parlamento una enorme cantidad de estatificaciones empresariales, señalándole: “Si no se hace ahora, no se hará nunca”. La segunda, del 20 de marzo de 1982, menos de nueve meses después, otro socialista bien conocido, Jaques Delors telefonea a Attali ante las consecuencias de esa política económica, al grito de: “¡Es el Beresina!”, esto es, la batalla que en este río destrozó definitivamente al ejército napoleónico liquidando su campaña de Rusia. Agregaba Delors: “No nos mantendremos mucho tiempo así. Es preciso que Mauroy se vaya”, esto es: era obligado rectificar.
Asimismo aparecen expresiones sin rigor, como (pág. 25): “Nunca había sido tan importante la distancia entre los más pobres y los más ricos”. Se trata de una típica exageración anticientífica y, por ello, criticable. Acaba de publicarse por el INSEE francés –apareció el 28 de abril de 2011‑ un estudio sobre esto: Inégalités de niveau de vie et pauvreté de 1996 à 2009. En él se observa que, de 2004 a 2008, “las desigualdades de nivel de vida tienen tendencia a aumentar”, lo que confirma estudios previos en este sentido de Camille Landais y de Julie Solard. Y se explica que esto se debe, en buena parte, a que han aumentado las rentas derivadas del patrimonio, lo que se liga a que la población ha envejecido y que éstas son las rentas que la gente de más edad percibe esencialmente. Deja claro el estudio que la ampliación del número de las familias monoparentales incrementa el grupo de quienes perciben menos rentas. Como contraste, las familias normales, con dos o más hijos, han visto mejorar su situación económica en el periodo. El porcentaje de las pobres entre ellas –las que perciben 949 euros o menos de renta al mes‑ ha caído del 27’8% en 1996 al 19’7% en 2008. Esto es: o se señalan estas matizaciones o se trata de afirmaciones sin rigor, como, por cierto, es todo el contenido del texto.
¿Para qué seguir? Dejemos a un lado que ese apóstrofe del título, esa indignación, no afecta a Cuba ni a China, pero sí a Estados Unidos. Que en ninguna parte, como causante de pobreza de agobios mil, está la corrupción. Claro que el índice de percepción de este fenómeno señala directamente a Venezuela. Que algo en este documento, incluso justifica al terrorismo. Léase esto de la pág. 39: “Hay que comprender la violencia como una lamentable consecución de situaciones inaceptables para aquellos que las sufren”.
Como catálogo de simplismos seudoprogresistas, no está mal.