Innegociable
Por Padre Raúl Hasbún
Por: Equipo DF
Publicado: Viernes 23 de marzo de 2012 a las 05:00 hrs.
En la vida hay amores que nunca deben olvidarse – solíamos cantar en tiempos más proclives a la fidelidad. En la vida hay valores que nunca deben negociarse – gritamos hoy, en un tiempo tan marcado por la incondicionalidad de los derechos humanos. Inherentes a la calidad de persona, esculpidos en su naturaleza y promulgados en toda recta conciencia humana, esos derechos son universales, irrenunciables, innegociables. Un proyecto que autorizare la tortura o la esclavitud, apelando a situaciones catastróficas de seguridad nacional o hambruna generalizada sería rechazado de plano y con indignación, porque los valores allí comprometidos no admiten renuncia ni negociación.
En la base de sustentación de esos derechos está el derecho a la vida. Sin vida no hay derechos. Según la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, no puede autorizarse suspensión alguna del derecho a la vida, “ni siquiera en situaciones que pongan en peligro la vida de la nación”. Nuestro Tribunal Constitucional sentenció hace cuatro años que el embrión es persona desde que es concebido, por lo que todos los órganos del Estado le deben especialmente garantizar la protección de su vida y de su integridad física y síquica. Lo que esos órganos del Estado hacen, cada vez con mayor intensidad invasiva, para cautelar la salud amenazada por contaminación, tabaquismo, alcoholismo, hipertensión, obesidad, accidentes de tránsito, eso mismo están obligados a hacer, y con más potente razón, cuando saben, sospechan o temen que algún producto o procedimiento pondrá en peligro la vida en su estado primigenio. El Estado, junto con los padres de familia y los profesionales de la salud ocupa una posición de garante del derecho a la vida de quien, por su indefensión, depende absolutamente de los demás.
Vemos, hoy, a titulares de órganos del Estado y profesionales de la medicina discurriendo sofismas para autorizar legalmente la “solución final” de matar vidas inocentes, bajo la falacia de “sanar” (¿a quién, cómo? ¿matando?); de “hacer un favor” (a vidas mínimas, débiles, no ajustadas a sus arbitrarios padrones de “normalidad”, belleza o durabilidad); de “sanear” un shock traumático por brutal invasión de la intimidad sexual, eliminando con mayor brutalidad la vida inocente de toda culpa en ese trauma y originando un trauma mucho peor. Los escuchamos, enarbolando acrobacias semánticas, en un grotesco intento de justificar como sagrado derecho lo que no puede rotularse sino como abominable crimen; los soportamos arrogándose, con insuperable soberbia, un inexistente e inconstitucional poder de erigirse en señores absolutos de la vida y de la muerte de inocentes; haciendo zalamerías al Estado democrático y Estado de derecho, mientras violan en su esencia el fundamento de la democracia y de todo derecho. Abrirse a negociar el derecho a la vida es, junto con malversación del tiempo y recursos de la Nación, una vergüenza nacional.
En la base de sustentación de esos derechos está el derecho a la vida. Sin vida no hay derechos. Según la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, no puede autorizarse suspensión alguna del derecho a la vida, “ni siquiera en situaciones que pongan en peligro la vida de la nación”. Nuestro Tribunal Constitucional sentenció hace cuatro años que el embrión es persona desde que es concebido, por lo que todos los órganos del Estado le deben especialmente garantizar la protección de su vida y de su integridad física y síquica. Lo que esos órganos del Estado hacen, cada vez con mayor intensidad invasiva, para cautelar la salud amenazada por contaminación, tabaquismo, alcoholismo, hipertensión, obesidad, accidentes de tránsito, eso mismo están obligados a hacer, y con más potente razón, cuando saben, sospechan o temen que algún producto o procedimiento pondrá en peligro la vida en su estado primigenio. El Estado, junto con los padres de familia y los profesionales de la salud ocupa una posición de garante del derecho a la vida de quien, por su indefensión, depende absolutamente de los demás.
Vemos, hoy, a titulares de órganos del Estado y profesionales de la medicina discurriendo sofismas para autorizar legalmente la “solución final” de matar vidas inocentes, bajo la falacia de “sanar” (¿a quién, cómo? ¿matando?); de “hacer un favor” (a vidas mínimas, débiles, no ajustadas a sus arbitrarios padrones de “normalidad”, belleza o durabilidad); de “sanear” un shock traumático por brutal invasión de la intimidad sexual, eliminando con mayor brutalidad la vida inocente de toda culpa en ese trauma y originando un trauma mucho peor. Los escuchamos, enarbolando acrobacias semánticas, en un grotesco intento de justificar como sagrado derecho lo que no puede rotularse sino como abominable crimen; los soportamos arrogándose, con insuperable soberbia, un inexistente e inconstitucional poder de erigirse en señores absolutos de la vida y de la muerte de inocentes; haciendo zalamerías al Estado democrático y Estado de derecho, mientras violan en su esencia el fundamento de la democracia y de todo derecho. Abrirse a negociar el derecho a la vida es, junto con malversación del tiempo y recursos de la Nación, una vergüenza nacional.
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