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“¿Quién sufre sin que yo sufra con él; quien desfallece sin que yo también desfallezca?”. Esa era la lógica, ese el espíritu y la forma en que san Pablo entendía y practicaba la caridad. En el cuerpo somos todos uno, para bien y para mal. La herida en el pie se registra en el cerebro; una hemorragia localizada puede significar la muerte. Juan Pablo II acuñó el término: “globalización de la solidaridad”. El mercado, el pecado ya no reconocen fronteras: tampoco la misericordia. Ahora vale literalmente aquello de “nada humano me es ajeno”.
Conviene que nuestros niños aprendan lecciones en vivo de esta tragedia que sufre Japón. Lo lejano, lo distinto, lo invisible no es menos real que su contrario. Por olvidarlo se ha llegado a disculpar y legalizar el aborto. La cultura de la globalidad no nos permite ignorancia, indiferencia o inercia frente al dolor de quienes viven muy lejos, tienen otro color de piel o hablan un idioma incomprensible: son humanos, por consiguiente hermanos.
Una forma de vivir esa solidaridad es la oración. Nada más global que la oración. Traspasa fronteras y elude barreras, más rápida que el sonido, la luz o el pensamiento. Sin moverse de su escritorio o reclinatorio, el orante surca los espacios y llega, de inmediato, a donde no llegan las otras formas de ayudar: al corazón del beneficiario. Lo deja en posición de reaccionar ante la adversidad con un temple nuevo, con esperanza invicta. Y ese es requisito básico para reconstruir lo devastado.
Los primeros en evidenciar esta globalización de la solidaridad fue Estados Unidos de Norteamérica. Seis décadas atrás estaban en guerra sangrienta con Japón, que culminó globalizando el terror, la muerte y el contagio mortal por generaciones en Hiroshima y Nagasaki. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”: las mil sinrazones del odio pueden y deben ser prontamente vencidas con la única, suprema razón del existir humano: amor y perdón sin fronteras. Aprendamos, enseñemos. Nos hace falta.
Algo hemos aprendido. Hasta ahora campeones mundiales en solidaridad para paliar los efectos, hemos adquirido la convicción y destreza para prevenir las causas. Durante el fin de semana rendimos con brillo un examen nacional de cultura de la prevención. La parábola de las vírgenes necias, ineptas para proveerse de aceite de repuesto, por fin se deja narrar como la parábola de las vírgenes prudentes, capaces de anticipar y proveer lo que probablemente será necesario.
Globalización del enigma: aquí y allá, ¿por qué nos ocurre esto? ¿Alguien nos castiga?¿Qué hicimos mal? Respuesta global: cada vez que Dios Padre permite o parece despojarnos de algo, es porque nos tiene preparado un bien mayor.
Conviene que nuestros niños aprendan lecciones en vivo de esta tragedia que sufre Japón. Lo lejano, lo distinto, lo invisible no es menos real que su contrario. Por olvidarlo se ha llegado a disculpar y legalizar el aborto. La cultura de la globalidad no nos permite ignorancia, indiferencia o inercia frente al dolor de quienes viven muy lejos, tienen otro color de piel o hablan un idioma incomprensible: son humanos, por consiguiente hermanos.
Una forma de vivir esa solidaridad es la oración. Nada más global que la oración. Traspasa fronteras y elude barreras, más rápida que el sonido, la luz o el pensamiento. Sin moverse de su escritorio o reclinatorio, el orante surca los espacios y llega, de inmediato, a donde no llegan las otras formas de ayudar: al corazón del beneficiario. Lo deja en posición de reaccionar ante la adversidad con un temple nuevo, con esperanza invicta. Y ese es requisito básico para reconstruir lo devastado.
Los primeros en evidenciar esta globalización de la solidaridad fue Estados Unidos de Norteamérica. Seis décadas atrás estaban en guerra sangrienta con Japón, que culminó globalizando el terror, la muerte y el contagio mortal por generaciones en Hiroshima y Nagasaki. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”: las mil sinrazones del odio pueden y deben ser prontamente vencidas con la única, suprema razón del existir humano: amor y perdón sin fronteras. Aprendamos, enseñemos. Nos hace falta.
Algo hemos aprendido. Hasta ahora campeones mundiales en solidaridad para paliar los efectos, hemos adquirido la convicción y destreza para prevenir las causas. Durante el fin de semana rendimos con brillo un examen nacional de cultura de la prevención. La parábola de las vírgenes necias, ineptas para proveerse de aceite de repuesto, por fin se deja narrar como la parábola de las vírgenes prudentes, capaces de anticipar y proveer lo que probablemente será necesario.
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