Políticos pagan el precio de la crisis económica
Las economías tal vez estén cojeando hacia su recuperación, pero las élites políticas todavía están tambaleándose.
Por: Philip Stephens, Financial Times
Publicado: Lunes 21 de diciembre de 2015 a las 17:49 hrs.
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En las democracias ricas del mundo, la palabra que captura el estado de ánimo del momento es 'inseguridad'. El monstruo es la globalización. Las lealtades fragmentadas, el populismo y la xenofobia — el aumento en casi todas partes de una actitud "anti todo" — son, de un modo u otro, resultantes de una reacción a los temores de que los gobiernos ya no son guardianes confiables de la seguridad de sus ciudadanos.
La semana pasada la Reserva Federal de EEUU (Fed) elevó las tasas de interés por primera vez desde 2006.
La opinión era que la economía mundial estaba pasando la página. El aumento marcó el final de un excepcional período en los asuntos financieros mundiales posterior a la crisis económica de 2008. Es cierto que el crecimiento en muchas partes del mundo continúa siendo anémico. Y sí, el Banco Central Europeo (BCE) puede estar encaminándose en la dirección opuesta. Sin embargo, la medida de la Fed marcó un paso de vuelta hacia la normalidad.
Los economistas pueden argumentar acerca de si tal decisión es prematura. Lo que no se toma en cuenta es el profundo efecto que la crisis ha tenido en la estructura política. Las economías tal vez estén cojeando hacia la recuperación, pero las élites políticas todavía están tambaleándose. Pregúntale a quienes están en contra de Donald Trump en EEUU y de Marine Le Pen en Francia, o a quienes enfrentan un aumento de la xenofobia en los estados ex comunistas de Europa. La política tiene la apariencia de ser todo menos normal.
La crisis y la depresión subsiguiente acabaron con la confianza de una generación de líderes políticos. Todos los disparates que habían aprendido acerca de un nuevo capitalismo financiero, de los mercados autoequilibrados y del fin de los ciclos de auge y caída han demostrado ser simplemente eso: disparates. Siete años después, los banqueros están brindando una vez más con sus copas de champán. En general, salieron ilesos. No así los políticos que creyeron su propia propaganda y aceptaron el "laissez faire" del Consenso de Washington como el fin de la crisis. El capitalismo sobrevivió la crisis, pero a costa de un colapso de confianza por parte de las élites gobernantes.
El Pew Research Center en EEUU reportó que menos de una quinta parte de los estadounidenses confía en que el gobierno en Washington "hará lo correcto" todas o la mayoría de las veces. Cuando el Pew primero incluyó la pregunta en 1958, tres cuartas partes de los encuestados tenían fe en los políticos. El debilitamiento de la confianza ha sido más marcado entre los votantes con tendencias republicanas. Allí se encuentra la mayor parte de la explicación del atractivo, de otro modo inexplicable, de alguien como Trump.
Los europeos siempre han estado más inclinados que sus 'primos' estadounidenses a tener fe en el gobierno, pero la proporción en la Unión Europea (UE) que "tiende a confiar" en sus líderes y parlamentos nacionales se sitúa en menos de un tercio. Dicho de otra manera, las encuestas regulares del Eurobarómetro demuestran que más de dos tercios son escépticos de lo que escuchan de la clase política establecida. Tal vez porque se consideran como gestores más competentes de la economía de mercado, a los de centro derecha les ha ido un poco mejor que a los que tienen tendencias izquierdistas.
Durante mucho tiempo la globalización ha sido fuente de una creciente desigualdad. Sus recompensas se han concentrado desproporcionadamente en la parte superior del 1%. Los ingresos promedio a ambos lados del Atlántico se han estancado desde la década de 1980. Mientras que las economías estuvieran en auge, era políticamente soportable que los banqueros ganaran millones por medio de transacciones socialmente inútiles y que los ejecutivos empresariales se pagaran a sí mismos lo que quisieran. La crisis se deshizo de los misterios para mostrar que, para la mayoría de la gente, una globalización en la que todo se vale es una severa fuente de inseguridad.
En Europa, las tensiones se han intensificado por el fracaso en el logro de un equilibrio entre la austeridad y la solidaridad dentro del proyecto a medio terminar de la unión económica y, más recientemente, por la marea de refugiados que huye de los horrores del Medio Oriente. Las atrocidades terroristas en París han evocado los mismos temores. Nadie debería sorprenderse de que los populistas de izquierda y de derecha tengan un público receptivo cuando prometen cerrarle las puertas al mundo exterior.
La xenofobia de Marine Le Pen y de otros como ella no es menos desagradable por eso. Tampoco son las soluciones prometidas más que aceite de serpiente. Incluso los estados más poderosos no pueden ser los encargados únicos de la seguridad económica y física de sus ciudadanos.
Angela Merkel se ha dado cuenta de que no existe mucho mercado para el realismo valiente. La canciller alemana es la única líder que ha dado la talla en Europa. Pero su invocación de los valores europeos al acoger a los refugiados sirios ha resultado en intrigas en lugar de en aplausos entre sus colegas democratacristianos.
La mayoría de los líderes de la clase dirigente están cruzando los dedos con la esperanza de que el retorno de un crecimiento sostenido y una reducción del desempleo finalmente logren que la economía y la política vuelvan a una alineación aproximada. El aumento de los estándares de vida sin duda ayudará. Pero el descontento es aún más profundo. Los políticos todavía tienen que explicar cómo la interdependencia económica funcionará en pro de la clase media. El nacionalismo está prosperando como consecuencia de la incertidumbre.
A mediados del siglo XIX, cuando Karl Marx y Friedrich Engels se sentaron a escribir el Manifiesto Comunista, ellos también tenían grandes esperanzas del advenimiento de la globalización. El desmantelamiento de las fronteras nacionales, supusieron, abriría el camino a la revolución mundial. Ellos hubieran estado profundamente decepcionados. La globalización puede también servir como la partera del nacionalismo.
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