Magdalena
Por Padre Raúl Hasbún
Por: Equipo DF
Publicado: Viernes 22 de julio de 2011 a las 05:00 hrs.
Hoy viernes 22 de julio se celebran las Magdalenas. Una de ellas, Madeleine Paumier, cocinera francesa inventó o popularizó esos exquisitos bollos presentados en moldes de papel rizado que se conocen como “magdalenas”. En nuestro léxico se acostumbra decir “lloraba como una Magdalena”, cuando una mujer solloza larga o desconsoladamente.
Esta referencia es bíblica. Tradicionalmente se ha dado ese nombre a la mujer pecadora pública que ingresó al lugar en que Jesús cenaba y tomando un frasco con perfume se arrodilló a los pies de él y comenzó a llorar, y con sus lágrimas le lavaba los pies y se los secaba con sus cabellos y los ungía con el perfume. No hay, sin embargo, respaldo textual para esa suposición. Otra tradición identifica a María Magdalena con la hermana de Marta y Lázaro, en Betania, amparándose en que también aquélla se puso a los pies de Jesús para ungirlos con perfume de nardo y secarlos con sus cabellos. Pero son dos situaciones diferentes y difícilmente conciliables: la primera mujer llora su vida pecaminosa; la segunda, de virtud muy encomiada por el Señor, entiende prepararlo para su sepultura.
Más plausible es que se trate de una tercera mujer, presentada por Lucas en el capítulo 8 como una de aquellas que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades y que acompañaban al Señor y a sus discípulos, sirviéndoles con sus bienes. Juan testimonia, en el capítulo 19 de su Evangelio, que junto a la cruz de Jesús estaban su madre, también María de Clopás y María Magdalena, dando prueba de constancia fiel en el amor. Fidelidad que no quedaría sin recompensa. El primer día de la semana, es decir el domingo, va María Magdalena al sepulcro cuando aun estaba oscuro y ve que la piedra está quitada del sepulcro. Entonces echa a correr y va a contárselo a Pedro y a Juan. Gracias a este anuncio ambos corrieron, vieron y creyeron. Luego María reaparece llorando, junto al sepulcro: ¿dónde está su Señor, su Maestro, su Sanador? Jesús, resucitado, la llama por su nombre: María. Ella le reconoce y le dice, en hebreo: Rabbuni, Maestro, apelativo reservado a Dios. Y Jesús la envía: “vete donde los hermanos y diles que subo a mi Padre y vuestro Padre”. Y corrió la Magdalena y anunció a los discípulos: “ he visto al Señor”.
La Tradición de la Iglesia ha visto en este episodio un rasgo distintivo del genio y carisma de la mujer: ser “apóstola de los apóstoles”. Creer primero que el varón, ver lo que el varón no ha podido o querido ver. Y convencerlo de que lo imposible ocurrió, lo prometido y esperado se cumplió: el Señor resucitó; “he visto al Señor”. En nuestra percepción del Eterno femenino, en la autocomprensión y valoración de la mujer no debe faltar esta misión propia de la Magdalena: ser la primera en testimoniar que la vida y el amor son más fuertes que la muerte. Y que las lágrimas convierten el dolor en esperanza. Y que el Padre de Cristo es también nuestro Padre.
Sírvase, disfrute una “magdalena”.
Esta referencia es bíblica. Tradicionalmente se ha dado ese nombre a la mujer pecadora pública que ingresó al lugar en que Jesús cenaba y tomando un frasco con perfume se arrodilló a los pies de él y comenzó a llorar, y con sus lágrimas le lavaba los pies y se los secaba con sus cabellos y los ungía con el perfume. No hay, sin embargo, respaldo textual para esa suposición. Otra tradición identifica a María Magdalena con la hermana de Marta y Lázaro, en Betania, amparándose en que también aquélla se puso a los pies de Jesús para ungirlos con perfume de nardo y secarlos con sus cabellos. Pero son dos situaciones diferentes y difícilmente conciliables: la primera mujer llora su vida pecaminosa; la segunda, de virtud muy encomiada por el Señor, entiende prepararlo para su sepultura.
Más plausible es que se trate de una tercera mujer, presentada por Lucas en el capítulo 8 como una de aquellas que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades y que acompañaban al Señor y a sus discípulos, sirviéndoles con sus bienes. Juan testimonia, en el capítulo 19 de su Evangelio, que junto a la cruz de Jesús estaban su madre, también María de Clopás y María Magdalena, dando prueba de constancia fiel en el amor. Fidelidad que no quedaría sin recompensa. El primer día de la semana, es decir el domingo, va María Magdalena al sepulcro cuando aun estaba oscuro y ve que la piedra está quitada del sepulcro. Entonces echa a correr y va a contárselo a Pedro y a Juan. Gracias a este anuncio ambos corrieron, vieron y creyeron. Luego María reaparece llorando, junto al sepulcro: ¿dónde está su Señor, su Maestro, su Sanador? Jesús, resucitado, la llama por su nombre: María. Ella le reconoce y le dice, en hebreo: Rabbuni, Maestro, apelativo reservado a Dios. Y Jesús la envía: “vete donde los hermanos y diles que subo a mi Padre y vuestro Padre”. Y corrió la Magdalena y anunció a los discípulos: “ he visto al Señor”.
La Tradición de la Iglesia ha visto en este episodio un rasgo distintivo del genio y carisma de la mujer: ser “apóstola de los apóstoles”. Creer primero que el varón, ver lo que el varón no ha podido o querido ver. Y convencerlo de que lo imposible ocurrió, lo prometido y esperado se cumplió: el Señor resucitó; “he visto al Señor”. En nuestra percepción del Eterno femenino, en la autocomprensión y valoración de la mujer no debe faltar esta misión propia de la Magdalena: ser la primera en testimoniar que la vida y el amor son más fuertes que la muerte. Y que las lágrimas convierten el dolor en esperanza. Y que el Padre de Cristo es también nuestro Padre.
Sírvase, disfrute una “magdalena”.
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