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REGÍSTRATE AQUÍPor: Padre Raúl Hasbún
Publicado: Viernes 21 de noviembre de 2014 a las 05:00 hrs.
El Estado de Chile, constitucionalmente garante de la vida y de la integridad física y síquica de toda persona está obligado a regular, por ley y por vía administrativa la producción, distribución y consumo de sustancias que probadamente pongan en peligro dichos bienes esenciales. La masificación del consumo de drogas se convierte así en un tema de salud y seguridad pública, que obliga al Estado a desarrollar políticas de prevención, protección y rehabilitación de personas afectadas por las dañinas consecuencias del tráfico y consumo de estupefacientes y sustancias sicotrópicas.
El Estado de Chile hace precisamente eso cuando la salud y seguridad de las personas están amenazadas por el abuso del alcohol, del tabaco, de alimentos ricos en sal, azúcar, grasa y colesterol; por epidemias contagiosas; por agentes contaminantes del medio ambiente; por insuficiente observancia de las normas sanitarias en la producción y expendio de alimentos; por omisión de las medidas legalmente exigibles para conducir con seguridad un vehículo motorizado o a pedales. No cabe en consecuencia alegar, en el tema de las drogas, el principio de autonomía de la voluntad o libre arbitrio de cada quien para hacer lo que le plazca.
La ingesta de drogas ataca directamente el cerebro, centro de comando de la racionalidad; sede de la libertad. Otras sustancias afectan el corazón o el pulmón. La droga es agresión directa al ADN de la persona humana: su capacidad de razonar, elegir, ser ella misma. Una persona drogada pierde o deteriora sensiblemente su autonomía y autovalencia. Se convierte progresivamente en robot teledirigido por otros o activado por incontrolables impulsos mecánicos. La ley vigente comprende con sabiduría esta tragedia del drogadicto y le veda el acceso a funciones y responsabilidades públicas en que se haría esclavo de sus proveedores. Si el alcohol provoca adicción en un 10%, la droga esclaviza al 72% de sus consumidores, poniéndolos en estado de amenaza latente contra sí mismos y contra su entorno.
Legalizar la droga equivaldría a una claudicación moral, jurídica y pedagógica: el Estado, garante de los derechos y deberes de toda persona, renunciaría solemnemente -¡y en nombre de la libertad!- a convencer a sus miembros de que es posible educar y educarse para ser personas y actuar como personas, dentro de una legislación justa que protege a los débiles contra mafias organizadas de corrupción y envilecimiento. La ley dejaría de ser pedagoga y se convertiría en espejo reproductivo y confirmativo de los incontrolables instintos humanos, hábilmente maquillados de apelación a la libertad.
Canonizando la droga, el Estado alienta el servilismo simiesco de imitar lo que hacen otros, estimula la "evasión" eufórica y la consiguiente cobardía de enfrentar la realidad, y bendice la autocondena a la literal "estupidez", pasmo y despersonalización. Garante de la vida, habrá traicionado la confianza ciudadana y su primera razón de ser.
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