Ante el cúmulo de escándalos que sacuden al país y a América Latina, muchos se preguntan si la corrupción ha aumentado o si solamente se ha vuelto más visible. Es posible que hayan ocurrido ambas cosas. Leyendo a G. Sartori -el notable politólogo italiano- reflexionaba sobre el tema, y me llamó la atención algunas de sus afirmaciones. Si bien siempre ha habido corrupción, ha adquirido una dimensión tal que debemos indagar sobre sus causas.
En primer lugar, vivimos un debilitamiento de las normas y pautas éticas de comportamiento público, propio de la llamada sociedad post moderna en que el conocimiento se fragmenta, caen los grandes relatos explicativos de la vida y el éxito individual pasa a ocupar un lugar central. Es la sociedad que Z. Bauman califica de “líquida”, donde todo cambia y se pone en tela de juicio. Es el reino del “pensamiento débil” de G. Vattimo. En un lenguaje popular podemos recordar el tango “Cambalache”.
Vivimos acosados por el riesgo y la incertidumbre propios de un mercado global sin reglas suficientes, cuyos movimientos desconocemos pero cuyas consecuencias nos golpean como ocurrió el 2008 con la crisis financiera. Es el “capitalismo salvaje” que el Papa Francisco critica en su última encíclica sobre la ecología humana. Por su parte, P. Krugman en un artículo reciente en el NYT ha hablado del “despertar de los vampiros” aludiendo al regreso de los ejecutivos de Wall St. a las malas prácticas del pasado. Una encuesta de la Universidad de Notre Dame revela que ha aumentado el número de operadores de la bolsa de Nueva York que cree que sus competidores hacen trampa. Al mismo tiempo, cuando la economía se recupera aumenta el circulante, y en algunos países ello se debe al auge de actividades ilegales como el narcotráfico, que deben lavar sus activos. En ciertos países latinoamericanos la corrupción se ha instalado como un fenómeno casi estructural, como ocurre por ejemplo en Venezuela, México y Perú. Chile ocupa un buen lugar en que la economía nacional esté siendo usada para blanquear dinero mal habido.
El otro fenómeno que debe ser considerado es el aumento del costo de la política. Se calcula que la candidatura de un senador en EEUU cuesta más de US$ 5 millones y en Japón el doble. Una campaña senatorial en la Región Metropolitana con la nueva reforma, costará por lo menos
US$ 3 millones. ¡Imaginemos una campaña presidencial! Sin hablar de los costos de mantención de los partidos políticos. Este es un incentivo para buscar los recursos a cualquier precio, más allá de los mecanismos legales que reconocen períodos electorales y aportes estatales demasiado reducidos.
Por eso -además de las reformas legales y reglamentarias que propone el Informe Engel- es importante erradicar o al menos atenuar los factores que favorecen las malas prácticas tanto del sector público como privado y de la sociedad civil, como ha quedado de manifiesto con el escándalo de la FIFA que salpica a las organizaciones nacionales del fútbol. Ello supone trabajar por una renovación de los valores éticos y un cambio de mentalidad que permita a las personas mirar el rendimiento de largo plazo y la dimensión solidaria de la conducta hacia el prójimo. La competencia sólo tiene sentido dentro de un marco de colaboración en que las reglas no estén marcadas.
Es preocupante que entre nosotros se haya acentuado la desconfianza. Su primera manifestación fue en la elección parlamentaria de 1997 en que se produjo un crecimiento alarmante de la abstención, que no se ha revertido hasta hoy. El recelo hacia las instituciones y los demás es un mal consejero: puede generar la ilusión que cada cual puede salvarse solo en una vorágine sin control. Es lo contrario de la política y de aquellos sentimientos morales que deben fundar el mercado.
Una nota de optimismo es que en Chile existe un difundido rechazo a la corrupción. Lo que en otros países cercanos se considera normal, aunque sea ilegal, entre nosotros no se acepta. En una reciente encuesta realizada por Transparencia Internacional sobre la actitud hacia los escándalos de la FIFA, Chile salió entre los países en que la condena es más generalizada. Sin duda se trata de una premisa indispensable para no bajar la guardia frente a la corrupción.