El pacto faustiano del nacionalismo
Estamos siendo testigos del alza de las formas más malignas de esta poderosa fuerza social.
Por: Martin Wolf
Publicado: Miércoles 19 de diciembre de 2018 a las 04:00 hrs.
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La historia del ascenso de la humanidad desde simio de la sabana a maestro del planeta está llena de pactos faustianos. La revolución agrícola trajo aumentos gigantescos en la población, pero redujo los estándares de vida para muchos. Lo que es verdadero de los sistemas productivos también lo es de las ideologías. De ninguna es esto más cierto que del nacionalismo, un motor tanto de desarrollo como de destrucción. Necesitamos reconocer y administrar ambos aspectos de su personalidad: el benéfico y el diabólico.

El nacionalismo es, por sobre todo, una fuerza social extraordinariamente poderosa. Como nos recordó la conmemoración del armisticio de 1918, decenas de millones de personas han luchado y muerto en Ejércitos nacionales, muchas veces voluntariamente, desde inicios del siglo pasado. Murieron en masa por lo que Benedict Anderson llamó una “comunidad imaginaria”: “imaginaria”, porque la gran mayoría de sus miembros son desconocidos para quienes comparten su identidad nacional, y “comunidad”, que reconoce un vínculo primario de lealtad y apoyo. Esos vínculos no pueden insertarse fácilmente en el marco económico de individuos que maximizan ganancias. Se conectan con algo mucho más profundo: el nacionalismo es una religión secular que santifica la idea de la nación.
Los seres humanos son intensamente sociales. Es completamente natural que se identifiquen con algo más grande que sus propias individualidades. Inicialmente, sin embargo, estas comunidades eran pequeñas y familiares. La mayor parte de nuestras entidades políticas subsecuentes no esperaban que sus sujetos sintieran una identidad cercana con el Estado: exigían, principalmente, obediencia. La nación-Estado movilizada y la intensa identidad que promueve son a grandes rasgos un producto de los últimos 200 años aunque, en Occidente, hacen eco de los valores de las antiguas ciudades-Estado. Nuestro punto de partida moderno podría ser la “leva en masa” iniciada tras la Revolución Francesa.
El difunto filósofo británico-checo Ernest Gellner hizo contribuciones notables a nuestro entendimiento de los beneficios económicos del nacionalismo. Su esencia, argumentaba él, era la imposición de una cultura de alfabetización universal en un idioma común, en gran parte a través de un sistema nacional de educación. Esto, a su vez, exigió la creación de instituciones nacionales y respaldó el surgimiento de una economía nacional. Esta nueva ideología no sólo acompañó, sino que activamente promovió, una forma de vida más flexible, mientras la vieja economía agraria, con sus granjeros vasallos, siervos y señores feudales, se disolvió en la historia. El nacionalismo fue una de las matronas de la modernidad industrializada.
Lo bueno y lo malo
Un Estado-nación moderno tiene consecuencias benignas, menos benignas y malignas. Entre las primeras está el surgimiento de un pópulo con un idioma común, lo que le permite cooperar más fácil y libremente entre actividades económicas. Más aún, el nuevo énfasis en una cultura e identidad nacional compartidas llevó naturalmente a exigencias democráticas: si todos eran miembros plenos de la comunidad nacional, seguramente todos merecían una voz en su destino. Y, como consecuencia de la combinación del nacionalismo con la democracia, llegó el Estado de bienestar. Este último protegía a las personas de los riesgos creados por una economía de mercado dinámica, en que el sustento podía desaparecer de un día para otro. Pero simultáneamente reforzó los vínculos de identidad nacional.
Entre las consecuencias más benignas está la oportunidad de buscar ingresos: qué atractivo ha parecido siempre cubrir con la bandera los intereses sectoriales propios. Estos injustos extranjeros -se queja la gente- están perjudicando a los virtuosos ciudadanos locales. Pero opera algo más profundo que mera avaricia. El pasaporte es el bien más preciado para la mayoría de los ciudadanos de los países de ingresos altos. Inevitablemente, a muchos no les gusta compartirlo libremente. Que vean en ello términos de “identidad” es natural, precisamente porque un pasaporte es una expresión de identidad. El control de la inmigración es, entonces, un corolario inevitable del Estado de bienestar democrático.
Entre los resultados derechamente malignos del nacionalismo es el uso de la xenofobia como una ruta al poder. Mientras más divergen los resultados económicos dentro de un Estado-nación, más fácilmente los políticos cínicos pueden convencer a ciudadanos angustiados de que sus intereses se sacrifican en pro de los de una élite “globalista” -o sea, traidora-, y de sus asociados y sirvientes extranjeros. La visión de que quienes piensen globalmente son traidores no es sorprendente. Es un resultado natural del sentimiento nacional.
Occidente amenazado
Desde mediados del siglo XX, el nacionalismo ha pasado a ser global. En China, por ejemplo, vemos la creación, por primera vez en su historia, de un Estado-nación chino. No es sorprendente, entonces, que no pueda enfrentar bien a sus comunidades minoritarias. En las sociedades altamente complejas, como India, la creación de una identidad nacional amplia es aún más difícil.
Hoy estamos siendo testigos del nacionalismo maligno en todo Occidente y, más significativamente, en EEUU. Tenemos incluso el espectáculo de personas que promueven una “Internacional” de nacionalistas. En tanto, el secretario de Estado de EEUU, Mike Pompeo, recomienda la cooperación y el desmantelamiento de instituciones que hacen que la misma funcione.
El nacionalismo es con seguridad la fuerza política más robusta de nuestra era. En su forma benigna -podemos llamarla “patriotismo”, como lo hizo una vez George Orwell- es la piedra fundamental de las entidades políticas más exitosas del mundo. En su forma maligna, no obstante, es enemigo de la paz y cooperación de las que depende nuestro futuro. Si no podemos contener sus aspectos malignos, ciertamente nos destruirá.
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