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Todorov, observador del ser humano

Su visión oscila conscientemente entre dos polos: el totalitarismo como fenómeno antimoderno y archimoderno. El primer factor proviene de su carácter utopista.

Por: Sante Maletta | Publicado: Viernes 28 de julio de 2017 a las 04:00 hrs.
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*Profesor de Historia en las Universidades de Bergamo y Calabria.

El filósofo búlgaro-francés, fallecido a los 78 años en París, fue uno de los grandes intelectuales contemporáneos. Apasionado observador de lo humano, encarnó el humanismo auténtico, si bien limitándose a la dimensión exclusivamente horizontal.

Tuvo razón un conocedor de su obra como Doninelli, al comparar la muerte de Tzvetan Todorov, el 7 de febrero pasado, con la desaparición de un tío de familia, de plena confianza, que custodió durante largo tiempo la memoria del tesoro de ésta. Siendo uno de los últimos grandes cultores del humanismo (es éste el tesoro) y de sus valores, puestos en práctica en un trabajo intelectual difícil de catalogar desde el punto de vista disciplinario, Todorov fue un historiador de las ideas, un teórico de la literatura, un filósofo y –como le encantaba decir de sí mismo– sobre todo un “antropólogo” en sentido amplio, es decir, un observador del ser humano, tarea que no desarrollaba con observaciones experimentales, sino más bien mediante el análisis y la interpretación de productos culturales de carácter múltiple: novelas, documentos históricos, escritos filosóficos, y más recientemente también obras de arte figurativo. Precisamente por ese eclecticismo –como dice Giulia Cosio, autora de  “La firma humana” (Jouvence, 2016), una de las escasas monografías dedicadas al pensador– es Todorov un autor muy estudiado (en sus obras) y poco conocido (en cuanto a su persona).

Nacido en 1939, en una culta familia búlgara perseguida por el régimen comunista, Todorov se traslada a París en 1963, entrando en los círculos estructuralistas, y permanecerá el resto de su vida en la capital francesa. Constituye una transición decisiva su gradual alejamiento del estructuralismo, que encuentra en el volumen dedicado a Michail Bachtin y a su “principio dialógico” (1981) un punto de inflexión fundamental. Todos los temas fundamentales de su pensamiento maduro se encuentran ya en una de las obras más conocidas de Todorov, “La conquista de América”, cuyo subtítulo es bastante revelador: “El problema del otro” (1982). Se puede decir que la adhesión inicial misma al estructuralismo está motivada, de manera más o menos consciente, por la intuición de que esta perspectiva ilumina la alteridad radical que habita en el ser humano desde su nacimiento, constituida por el lenguaje. Ninguno de nosotros ha elegido su propia lengua materna, y no se puede decir, en sentido propio, que el lenguaje nos pertenezca en la misma medida en que nosotros pertenecemos al mismo, en que “somos hablados”.

El problema es que en la perspectiva estructuralista el lenguaje habla sin decir nada: el estructuralismo es incapaz de percibir la ineludible exigencia de sentido y de verdad que reside en la palabra humana. De hecho, no se respeta realmente una obra literaria al considerarla exclusivamente en sus dimensiones lingüísticas formales, desatendiendo su veracidad y su afirmación del sentido. Detrás de la palabra hay siempre un tema, con su ineludible intuición de un misterioso destino propio, que se expresa en la pregunta “¿cómo debo vivir?”, considerada por Todorov la cuestión humana por excelencia. Como argumenta el hermoso folleto de 2007 “La literatura en peligro”, ésta posee por consiguiente no sólo una dimensión cognoscitiva, sino también y sobre todo una dimensión moral en cuanto tiene relación con la conducta de la vida. Y esas dos dimensiones se encuentran estrechamente interrelacionadas en cuanto la única verdadera exigencia moral presente en una obra literaria consiste en decir la verdad sobre lo real creando un universo ficticio, pero verosímil, que nos permita comprender quiénes somos y qué estamos llamados a hacer en el mundo, comprensión que sólo puede nacer mediante una práctica virtuosa del arte de la interpretación.

Como muchos intelectuales provenientes de la cortina de hierro, Todorov tenía, con respecto a sus colegas “occidentales”, una visión más realista no sólo de los países socialistas, sino también de las sociedades liberales democráticas con economía de mercado. También él aprovechó el “espejo convexo del totalitarismo”, de memoria haveliana, para el análisis de las sociedades contemporáneas. A diferencia de los intelectuales comprometidos en el frente del disentimiento, como Solzhenitsyn, Patočka y el mismo Havel, Todorov no contribuye de manera original a la comprensión del fenómeno totalitario. Su visión oscila conscientemente entre dos polos: el totalitarismo como fenómeno antimoderno y archimoderno. El primer factor proviene de su carácter utopista, que convierte al totalitarismo en heredero de los milenarismos medievales y del primer modernismo, aun cuando desprovisto de la trascendencia de la persona divina. El segundo factor depende en cambio de su carácter cientificista, es decir, de la ideología que considera la ciencia como un saber absoluto y tendencialmente terminado, capaz de identificar las leyes de los procesos naturales e históricos, y por consiguiente de someterlas a los fines humanos. Según el pensador búlgaro, sólo así es posible explicar el paradojal connubio entre voluntarismo político y determinismo doctrinal que caracteriza los regímenes totalitarios. El resultado del utopismo cientificista totalitario es sin embargo un fracaso y arrastra consigo también los grandes ideales socialistas. Así explica Todorov el nihilismo imperante en los países socialistas después del final del segundo conflicto mundial y persistente también con posterioridad a la caída del Muro de Berlín: el homo sovieticus ya no es capaz de grandes ideales.

Un demócrata crítico

Desde el punto de vista político, Todorov sostiene sinceramente la democracia y el libre mercado, sin renunciar en todo caso al sentido crítico. La historia contemporánea es comprensible únicamente a la luz de la lucha mortal entre democracia y totalitarismo; todas las demás parejas conceptuales (especialmente la pareja derecha/izquierda) deben estar subordinadas a ésta. Con la muerte del ideal socialista y la ausencia de un enemigo, la democracia se encuentra ante una nueva constelación histórica que la sitúa en una crisis. Lo que Todorov llama “pulsión totalitaria” atrae también a la democracia en el momento en que comienza a pensar que el mal es algo extirpable del mundo mediante la acción política y militar. La construcción y la demonización del nuevo enemigo fundamentalista islámico desemboca en acciones moralmente erróneas, que producen víctimas inocentes y desestabilizan ulteriormente el contexto internacional. El carácter ideológico de semejante fenómeno es evidente en la construcción de una nueva “lengua de madera” políticamente correcta según la cual, por ejemplo, las acciones bélicas se ocultan tras nuevos eufemismos (policía internacional, peace keeping, peace enforcing, etc.). Si el totalitarismo ha sido el “imperio del mal”, esto no implica que la democracia siempre encarne el “imperio del bien”… La tentación inherente en la pulsión totalitaria es peligrosa en cuanto la mayoría de las veces los seres humanos no hacen daño conscientemente, sino convencidos de estar haciendo el bien. El camino del infierno está pavimentado con buenas intenciones.

¿Cuál es entonces el camino indicado por Todorov para conducir a la democracia fuera de esta crisis? Obviamente, el pensador búlgaro no tiene recetas políticas, pero indica una dimensión cultural: la del diálogo. No se trata de una solución simple y de bajo costo, sino todo lo contrario. De hecho, en el diálogo el yo experimenta su propia ineludible dependencia del otro en cuanto esta relación es constitutiva de su identidad misma. En otras palabras, la identidad no es algo anterior al dialogo, sino más bien se constituye en el mismo, en cuanto el otro me refleja a mí mismo y así me da la posibilidad de verme desde un punto de vista externo. Entre el yo y el otro, se produce una dialéctica carente de síntesis constitutiva de los dos en juego, que de ese modo salen de su relación significativamente cambiados. Todorov no entiende la relación entre el yo y el otro como algo enteramente ficticio, como si fuese un juego de espejos; quiere en cambio destacar que la dinámica del encuentro no es dominable y es peligrosa en cuanto involucra la identidad misma de los sujetos en juego. Y esto es válido no sólo para quienes tienden a “demonizar” al otro en la perspectiva de una supuesta superioridad de su civilización, sino también para quienes en cambio entregan del otro una versión “angelizada”.

El mensaje que nos deja Todorov consiste en prestar atención a las dinámicas que caracterizan el encuentro con el otro en cuanto éstas nos constituyen en nuestra identidad. Con todo, él no está en condiciones de identificar los elementos normativos que deberían inspirar un auténtico diálogo. Una posible causa de esto puede tal vez identificarse en el énfasis excesivo puesto en la relación yo/tú -un legado del pensamiento buberiano, probablemente a través de la mediación de Bachtin– a expensas de otras formas de alteridad igualmente constitutivas desde el punto de vista de la condición humana. Con todo, Todorov habría podido evitar semejante reducción de su perspectiva de investigación puramente a la dimensión horizontal de la existencia sólo si hubiese puesto en tela de juicio la tesis de la solución de continuidad entre humanismo religioso y humanismo laico clásico y moderno, el primero construido sobre la primacía de una divinidad en la cual los hombres descargarían su ilusorio ideal de perfección (supuestamente intolerante con otras visiones); el segundo, constituido por la aceptación consciente de los límites de la existencia humana (supuestamente tolerante y capaz de encontrar al otro). Todorov nunca se enfrentó seriamente con la tradición del humanismo religioso, un límite que nuestro autor comparte con gran parte de la cultura contemporánea. Punto de partida, entre tanto, desde el cual cabe reiniciar nuevamente el camino, en una época en la cual muchos dudan que esté bien que el hombre resida en la Tierra.

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