Hablar de “innovación colaborativa” está de moda. Se escucha en las conferencias, y hasta se postea con orgullo en LinkedIn. Pero otra cosa es ejecutarla.
Está claro que innovar dejó de ser un ejercicio solitario porque los desafíos son muy complejos, cruzan el cambio climático, la transición energética, crisis alimentaria y disrupción tecnológica. Ningún actor puede resolverlos por sí solo. Sin embargo, la colaboración entre academia, empresa y Estado enfrenta obstáculos estructurales que, si no abordamos con decisión, seguirán frenando nuestro desarrollo.
En los últimos años, hemos visto avances. Programas como Startup Ciencia del Ministerio de Ciencia o los nuevos centros de supercómputo de IA anunciados por Corfo muestran que el Estado está dispuesto a invertir en colaboración. Incluso recientemente se desarrolló en Chile el Encuentro Iberoamericano de Innovación Pública que confirmó la necesidad de realizar más acción colaborativa.
Pero para poner en marcha, es importante estar conscientes de las red flags. La primera es la falta de alineamiento de expectativas. Universidades y empresas responden a tiempos y métricas distintas; si no se conversa y alinea desde el inicio, la colaboración tiende a desintegrarse antes de generar valor.
Una segunda alerta es la visión transaccional. Algunos actores se acercan solo para conseguir algo a cambio: fondos, validación o resultados. Pero no construyen relaciones de largo plazo, y así no hay innovación sostenible. Otra señal es la falta de gestión activa. Firmar un convenio no es colaborar. Sin orquestación, seguimiento, confianza y hasta mediación, si es necesario, los proyectos se estancan.
He escuchado reiteradas veces a líderes de la región alabar el ecosistema nacional. Sabemos que el país tiene condiciones privilegiadas para liderar la colaboración en innovación: una red potente de universidades con buen nivel científico, un ecosistema creciente de startups y una institucionalidad pública que -aunque mejorable- ha dado señales claras. Entonces, ¿por qué seguimos fallando?
Porque todavía vemos la colaboración como un trámite, no como un proceso estratégico. Y eso es perder una ventaja. La experiencia lo confirma: países que han logrado articular alianzas academia-empresa-Estado de manera efectiva, como Israel con su Innovation Authority o Finlandia con Business Finland, han acelerado su desarrollo económico y tecnológico de forma sostenida.
Gestionar la colaboración es una innovación en sí misma. Y como tal requiere diseño, prueba, error y mejora continua. Invertir tiempo al inicio en construir confianza. Entender el lenguaje del otro. Definir objetivos compartidos. Por otro lado, diseñar modelos de colaboración flexibles, que permitan adaptarse en el camino.
Por último, entender que la colaboración no se improvisa, se gestiona. Si queremos que Chile pase de ser importador a creador de soluciones, necesitamos formar “gerentes de colaboración”, orquestadores capaces de alinear intereses diversos y convertirlos en impacto real.
Dejemos de romantizar la colaboración y empecemos a trabajarla con la misma rigurosidad que exigimos al desarrollo tecnológico. Hagámonos cargo.