Por Borzou Daragahi
El Cairo
Dos meses después de su elección en 2012 como presidente, Mohamed Mursi, estaba en éxtasis. Ayudó a gestar un acuerdo de paz entre Israel y Hamas en la Franja de Gaza, viajaba a China e Irán, y lograba mantener a los generales lejos de la política. Su popularidad alcanzaba el 60%.
Sin embargo, en siete meses pasó de estandarte de la revolución egipcia de 2011 a expulsado del poder.
“Era resistido por las fuerzas de seguridad, el poder judicial y los medios”, dice Stephen Lacroix, experto en el islam político y Egipto del Instituto de Ciencias Políticas de París. “Debería haber conciliado, pero sólo dijo ‘soy el presidente y puedo hacer lo que quiera’”.
Los analistas ligan su caída a lo ocurrido en noviembre, cuando mediante un decreto se otorgó a sí mismo enormes poderes. Aunque luego dio marcha atrás, la medida terminó con el apoyo vital de los liberales y la izquierda.
A partir de entonces, su círculo de apoyo se redujo a los islamistas de los Hermanos Musulmanes. La economía siguió deteriorándose en medio de una fuerte inflación. Arruinó un acuerdo con el FMI y acudió a los ricos países árabes para obtener ayuda financiera.
El descontento aumentó por las designaciones en el arte, la educación, los medios y la religión. La televisión pública empezó a emitir programas políticos y canciones patrióticas en vez de las populares telenovelas y sexy video clips. Muchos temieron que intentara que “los egipcios pensaran como los Hermanos”, explica el comentarista y activista Wael Nawra.
El mes pasado, Mursi respaldó los llamados de clérigos de línea dura a luchar con el gobierno sirio, lo que asombró a los diplomáticos. Debido a su proximidad a grupos violentistas fue acusado de complicidad en el ataque a una iglesia copta.
“Por desgracia, siguió poniendo el interés de los Hermanos antes de Egipto”, señala Nawra.