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Resucitando con Cristo

Por: | Publicado: Viernes 28 de octubre de 2016 a las 04:00 hrs.
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Presentamos el texto de la Instrucción Ad resurgendum cum Christo acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación, ordenada por el Papa Francisco y firmada por el Prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, en la Fiesta de la Asunción.

 

1Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario “dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor”(2 Co 5, 8). Con la Instrucción Piam et constantem del 5 de julio de 1963, el entonces Santo Oficio, estableció que “la Iglesia aconseja vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos”, pero agregó que la cremación no es “contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural” y que no se les negaran los sacramentos y los funerales a los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no obedezca a la “negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia”[1]. Este cambio de la disciplina eclesiástica ha sido incorporado en el Código de Derecho Canónico (1983) y en el Código de Cánones de las Iglesias Orientales (1990).

Mientras tanto, la práctica de la cremación se ha difundido notablemente en muchos países, pero al mismo tiempo también se han propagado nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia. Después de haber debidamente escuchado a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y muchas Conferencias Episcopales y Sínodos de los Obispos de las Iglesias Orientales, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado conveniente la publicación de una nueva Instrucción, con el fin de reafirmar las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos y de emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.

2La resurrección de Jesús es la verdad culminante de la fe cristiana, predicada como una parte esencial del Misterio pascual desde los orígenes del cristianismo: “Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce” (1 Co 15,3-5).

Por su muerte y resurrección, Cristo nos libera del pecado y nos da acceso a una nueva vida: “a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… también nosotros vivamos una nueva vida” (Rm 6,4). Además, el Cristo resucitado es principio y fuente de nuestra resurrección futura: “Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Co 15, 20-22).

Si es verdad que Cristo nos resucitará en el último día, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En el Bautismo, de hecho, hemos sido sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo y asimilados sacramentalmente a él: “Sepultados con él en el bautismo, con él habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos”(Col2, 12). Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Ef 2, 6).

Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. La visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”[2]. Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. También en nuestros días, la Iglesia está llamada a anunciar la fe en la resurrección: “La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella”[3].

3Siguiendo la antiquísima tradición cristiana, la Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados[4].

En la memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor, misterio a la luz del cual se manifiesta el sentido cristiano de la muerte[5], la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal[6].

La Iglesia, como madre acompaña al cristiano durante su peregrinación terrena, ofrece al Padre, en Cristo, el hijo de su gracia, y entregará sus restos mortales a la tierra con la esperanza de que resucitará en la gloria[7].

Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne[8], y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia[9]. No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la “prisión” del cuerpo.

Además, la sepultura en los cementerios u otros lugares sagrados responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos, que mediante el Bautismo se han convertido en templo del Espíritu Santo y de los cuales, “como herramientas y vasos, se ha servido piadosamente el Espíritu para llevar a cabo muchas obras buenas”[10].

Tobías el justo es elogiado por los méritos adquiridos ante Dios por haber sepultado a los muertos[11], y la Iglesia considera la sepultura de los muertos como una obra de misericordia corporal[12].

Por último, la sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerios u otros lugares sagrados favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana, y la veneración de los mártires y santos.

Mediante la sepultura de los cuerpos en los cementerios, en las iglesias o en las áreas a ellos dedicadas, la tradición cristiana ha custodiado la comunión entre los vivos y los muertos, y se ha opuesto a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el significado que tiene para los cristianos.

4Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a optar por la cremación, ésta no debe ser contraria a la voluntad expresa o razonablemente presunta del fiel difunto, la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo[13].

La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, “a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana”[14].

En ausencia de razones contrarias a la doctrina cristiana, la Iglesia, después de la celebración de las exequias, acompaña la cremación con especiales indicaciones litúrgicas y pastorales, teniendo un cuidado particular para evitar cualquier tipo de escándalo o indiferencia religiosa.

5Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente.

Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de oraciones y recuerdo de parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lugares de oración, recuerdo y reflexión. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la comunión “de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia”[15].

La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas.

6 Por las razones mencionadas anteriormente, no está permitida la conservación de las cenizas en el hogar. Sólo en casos de graves y excepcionales circunstancias, dependiendo de las condiciones culturales de carácter local, el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar. Las cenizas, sin embargo, no pueden ser divididas entre los diferentes núcleos familiares y se les debe asegurar respeto y condiciones adecuadas de conservación.

7 Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos, teniendo en cuenta que para estas formas de proceder no se pueden invocar razones higiénicas, sociales o económicas que pueden motivar la opción de la cremación.

8 En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho[16].

El Sumo Pontífice Francisco, en audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto el 18 de marzo de 2016, ha aprobado la presente Instrucción, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 2 de marzo de 2016, y ha ordenado su publicación.

Roma, de la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 15 de agosto de 2016, Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.

GerhardCard. Müller

Prefecto

+Luis F. Ladaria, S.I.

Arzobispo titular de Thibica

Secretario

Cuñas_Filete

Cuña

 

 

Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: Presentación de la Instrucción por el Cardenal Müller

Esta mañana se presenta un nuevo documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Se trata de la Instrucción Ad resurgendum cum Christo sobre la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación. El documento está dirigido a los obispos de la Iglesia Católica, pero atañe directamente a la vida de todos los fieles. Quisiera presentar brevemente la problemática de fondo y el contenido fundamental de este texto.


La cuestión de la cremación ha registrado significativos desarrollos en las últimas décadas. Esto parece ser debido principalmente al aumento incesante en la elección de la cremación respecto al entierro en muchos países. Se puede prever que en un futuro próximo en muchos países ésta sea una praxis ordinaria. Además  hay que tener en cuenta la difusión de otro hecho: la conservación de las cenizas en el hogar, como recuerdos conmemorativos o su dispersión en la naturaleza.


La legislación eclesiástica actual en materia de cremación de cadáveres se rige por el Código de Derecho Canónico: "La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana" (can. 1176, § 3). Aquí cabe señalar que, a pesar de esta legislación, la práctica de la cremación también está muy difundida en el ámbito de la Iglesia Católica. Con respecto a la práctica de la conservación de las cenizas, no existe legislación canónica específica. Por esta razón, algunas Conferencias Episcopales se han dirigido a la Congregación para la Doctrina de la Fe, planteando cuestiones relativas a la praxis de conservar la urna funeraria en casa o en lugares diversos del cementerio, y especialmente a la dispersión de las cenizas en la naturaleza.


Así, después de haber escuchado a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, al Pontificio Consejo para los Textos Legislativos y a numerosas Conferencias Episcopales y Sínodos de los Obispos de las Iglesias Orientales, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado oportuno publicar una nueva Instrucción con un doble objetivo: en primer lugar – reafirmar las razones doctrinales y pastorales sobre la preferencia de la sepultura de los cuerpos; y en segundo lugar– emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación (cf. n. 1).


La Iglesia, en primer lugar, sigue recomendando con insistencia que los cuerpos de los difuntos se entierren en el cementerio o en otro lugar sagrado. En memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor, la inhumación es la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal. Además, la sepultura en los cementerios u otros lugares sagrados responde adecuadamente a la piedad y al respeto honrado a los cuerpos de los fieles difuntos. Mostrando su aprecio por los cuerpos de los difuntos, la Iglesia confirma la fe en la resurrección y se separa de las actitudes y los ritos que ven en la muerte la anulación definitiva de la persona, una etapa en el proceso de reencarnación o una fusión del alma con el universo (cf. n. 3).


Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin (cf. n. 5). No está permitida la conservación de las cenizas en el hogar. Sólo en casos de graves y excepcionales circunstancias, el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar (cf. n. 6). Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no se permite la dispersión de cenizas en el aire, en tierra o en agua o en cualquier otra forma, o la conversión de cenizas incineradas en recuerdos conmemorativos (cf. n. 7).


Se espera que esta nueva Instrucción pueda contribuir a que los fieles cristianos tomen mayor conciencia de su dignidad como "hijos de Dios" (Rom 8, 16). Estamos frente a un nuevo desafío para la evangelización de la muerte. La aceptación de ser criaturas no destinadas a la desaparición requiere que se reconozca a Dios como origen y destino de la existencia humana: venimos de la tierra y a la tierra volvemos, esperando la resurrección. Es necesario, por tanto, evangelizar el significado de la muerte, a la luz de la fe en Cristo resucitado,  fuente ardiente de amor, que purifica y recrea, en espera de la resurrección de los muertos y de la vida del mundo que ha de venir (cf. n. 2). Como escribía Tertuliano: "La resurrección de los muertos, de hecho, es la fe de los cristianos: creyendo en ella, somos tales" (De resurrectione carnis, 1,1).

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